Eva María Media Moreno (Madrid,
1971) acaba de publicar su primera novela, Relojes
muertos (Playa de Ákaba,
2015): la extroversión de un ezquizofrénico en la introspección de una sociedad
animal, no acorde a la locura.
“Hay una especie de reflejo automático
en eso de hablar de la muerte
y mirar en seguida el reloj”
(La Tregua, Mario Benedetti)
Eva Mª Medina Moreno |
Esta
información, de la solapa, me recuerda el momento en que conocí a E. M. M. M.
(sus siglas ya invitan a la reflexión) en Santander, hace un par de años, en un
curso cuyo título ya presagiaba lo que ahora edita Playa de Ákaba: “Cómo se
escribe un buen texto”. Seguramente lo último que hay que hacer para escribir
un buen texto sea ir a clases de este tipo. Alicia Giménez Barlett decía el
viernes en el #CadaCual2015 del
ADDA que “lo que hay que hacer para escribir un buen texto es leer”. Y en Relojes muertos se aprecian las lecturas
de Eva: referencias literarias (La náusea,
de Jean Paul Sartre; La transformación,
de Kafka o La insoportable levedad del
ser, de Milan Kundera), musicales (desde Ella Fitzgerald y Louis Armstrong
a AC/DC), escultóricas (como las muñecas “Kachina”) y pictóricas (“Xaime
Naveira”).
Un
ejemplo de la conjunción de estas artes ‒de estos sentidos, de donde beben los
dalinianos relojes de Eva‒ es el siguiente plato:
El olor a mar y a pimentón me hizo bajar la
mirada. El violeta y blanco del molusco, el amarillo de los cachelos, los
granos transparentes de sal gorda, el granate del pimentón y el brillo verdoso
del aceite de oliva. Todo esto sobre una tela de madera. Me agaché para subirme
unos calcetines inexistentes y sonreí pensando en lo que hacía la costumbre,
como aquellas personas que, después de haberse operado para quitarse las
dioptrías, seguían subiéndose las gafas (57).
El
verano pasado vi a Eva Mª participar en el curso “Literatura y locura: los límites habitables” que organizó Raúl G. Gómez en la UIMP, e
intuí que los relojes muertos estaban en funcionamiento (dos veces al día, como
mínimo)[1].
¿Cómo
puede reaccionar quien lee Relojes
muertos? Eva nos da una pista: sonriendo «lúcida, retraída, descabezada,
escénica[mente]» (136). Hagan como Gonzalo, el protagonista: si el número de
palabras de esta frase es par, arriesguen(se).
El
editor Lorenzo Silva acompañó a la autora (Eva María Medina Moreno) y al
prologuista (Juan Manuel de Prada) en la presentación del libro, que se celebró
hace un mes en Fnac Callao:
Lorenzo
Silva destacó entonces la voz (que no el estilo) de Eva, como una forma de
narrar el ritmo, los paréntesis y las imágenes (la novela está repleta de
fotogramas) que caracterizan a los personajes, logrando así atraer a quien lee
o escucha (porque Relojes muertos
merece la oralidad).
Juan
Manuel de Prada prologa a Medina Moreno del siguiente modo:
Los personajes que
pueblan la novela de Eva Medina nos asustan y a la vez nos enternecen, porque
se aferran con uñas y dientes a aquello que amaron y que su locura no ha podido
borrar, o, por mejor decir, no se ha borrado de sus corazones porque su locura
los amarra a ese tiempo que ya no miden los relojes averiados de la realidad
(13).
Además
del cuestionamiento (in)humano, de la adaptación social, de la locura, del
tiempo, de la muerte y de la riqueza de la cotidianidad, Eva cultiva el
erotismo; pero no una atracción sensual y utópica, sino real y esquiva:
Ahora veía más. Las
yemas de los dedos, pequeñas linternas que iluminasen algo que solo el tacto
pudiera ver. Ese lunar algo abultado del muslo. Los huesos de los dedos de las
manos, la piel del talón, los pelos cortos y suaves de los pechos; y esa
verruga en la tripa, muy cerca del ombligo (67).
¿Por
qué ocultamos el lunar o la verruga? Estamos constantemente cubiertos de
pensamientos que (nos) acaloran: «¡Imposible huir de los cubos! Vivíamos
metidos en ellos, dentro de otros mayores. Íbamos de casa a la farmacia, al
bar, a la oficina, en el interior de autobuses, coches y metro. El metro era la
gran muñeca rusa y Dios, quien movía las piezas» (146). Estas inquietudes
humanas, que a todos nos envuelven, son domésticas:
Los pensamientos
flotando en una materia extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles
salidas a nuevas ideas. La madera de los muebles se estira, se oye la carcoma,
el cemento entre baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües,
aplastan su cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que
parece dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel
se abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una
gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo. El
ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más acuosa.
Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila. Cierro
grifos. Los ruidos cesan, hasta que ese papel que parecía desperezarse ahora
cruje, liberándose de esa forma que le he dado (148).
Y aquí
es donde ‒sobre todo‒ disfruto cuando leo a Eva (como Millás) analizando la
realidad, respondiendo a las llamadas de los objetos. Y digo “sobre todo”
porque también me inquieto, me incomodo y me pregunto. ¿El qué? No importa. Lo
crucial es pensar en lo distinto o plantearse por qué hay diferencias. Relojes muertos consigue lo más difícil:
sentir(nos).
ANIMALES
EN RELOJES MUERTOS
Llama
la atención, entre otras muchas virtudes de Relojes
muertos, la presencia animal (en el mejor sentido de la palabra ‒si es que
tiene otros). A continuación recogemos los símiles con los que Eva Mª Medina
ilustra las sensaciones de ansiedad, nerviosismo, náusea, transformación...; no
porque Eva no despliegue otros registros o porque queramos desvelar el texto o
analizar la novela, sino porque, en nuestra opinión, Eva lo borda especialmente
con esta técnica, y quizá esta atracción-selección que nos surgió con la
lectura sirva para destacar el principal logro de Relojes muertos: empatizar con la locura ‒más presente y menos
peligrosa de lo que creemos.
«Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con
mis dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos
fuertes y duros de un jabalí disecado» (29).
«Al echarse el rímel abría la boca como pez
fuera del agua. En la ventana del vagón vi mi sonrisa» (32).
«Luego estuvimos en silencio, hasta que toqué
sus hoyuelos y el exterior pareció nublarse, despertándose en mí esa parte
animal que no pude acallar. [...] Fui a la cocina. Me costó beber agua. Miré
por la ventana. Oscuridad sucia, de ciudad. Me vi como ratón, dando vueltas y
vueltas a una rueda interminable, infinita» (49).
«Me sorprendí al verme acuclillado hablándole a
una paloma, animal que me repugnaba. Al levantarme pensé si no me estaba
volviendo imbécil. Hablar con una paloma, me regañaba una parte de mí[2]. [...] El ruido de un bar me hizo arquear los
dedos de los pies, ir más despacio y agudizar los sentidos, como hacen los
depredadores cuando descubren una víctima cerca» (54).
«Observé el trasiego de la gente. Entraban y
salían de las tiendas como hormigas en sus hormigueros[3]. Sin bolsas, con bolsas, con más bolsas» (67).
«Me costaba trabajar, algo maligno parecía
anidar en mi cuerpo, extendiéndose como tela de araña, de forma suave pero
pegajosa, que se ramificaría hasta recubrir cada órgano, como tumor que se
apodera de las células debilitándolas» (73).
«En mis ojos se repetían las muecas de los
compañeros. Yo era el plancton y ellos los peces que me rodeaban, picoteándome.
Empecé uno de esos diálogos en los que solía enredarme escindiéndome en dos
[...]» (76)
«Analizar el concepto de familia
relacionándolo con lo que para cada uno es una familia: animales, amigos,
comunidad religiosa» (77).
«Los vivos respirando a sus muertos, sin poder
hacer nada, conscientes de que habían dejado de ser humanos, de que ahora eran
animales aferrándose a una supervivencia enfangada» (78).
«Oigo
risas, pero no veo a nadie. Solo un gato pardo en el tejado. Siempre había
pensado en los gatos como seres de otro mundo que revelan nuestro destino.
Quizá este animal tenga algo que decirme» (79).
«Ahora los
dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su presa»
(85).
«Luego recitaría los versos, una, dos, seis
veces, arrugando la tela de la mesa camilla y viendo en el espejo su cara,
llena de huesos; tan animal, tan estúpida» (86).
«A los pocos minutos, la lluvia cesó. Observé
cómo las nubes iban perdiendo ese tono morado, casi negro, y cómo se desligaban
unas de otras. Los coches me recordaron a insectos después de una tormenta. El
mismo nerviosismo. Como si se hubieran transformado en esas hormigas
desquiciadas que iban de un lado a otro, aumentando la velocidad sin saber bien
si torcer a derecha o izquierda» (92).
«El encontrarme de frente con esas malditas
palomas, y que una de ellas me persiguiese hasta la boca del metro no podía ser
peor señal» (100).
«La sentí distinta. Nos besábamos como dos peces
que se atacan arrancándose la carne» (101).
«Le di vueltas a su manera de actuar. Iba poco a
poco, mordisqueando como las hormigas» (106).
«Unos ojos que se abrían a la luz exhibiendo
unas láminas finas, carnosas, como escamas de pez; trozos filamentosos que,
según diera la luz, podían ser afilados, punzantes» (107).
«El
cabello, que al principio había parecido de un rubio sucio o un castaño
desvaído, es en realidad de varios colores, rojo, amarillo, castaño y negro, y
cada hebra pasa bajo la luz por una serie de tonalidades, como el pelo de un
perro» (108).
«[...] o en el andar de ese hombre, como
cangrejo asustado» (117).
«[...] dormía. Me pareció una ameba gigante, con
esa envoltura de la sábana. Imaginé cómo iba desplazándose, por el armario, la
cómoda; rodeando la cama con su cuerpo pegajoso. Sus brazos, caídos. Su piel,
blanquecina. ¿Cómo no me había dado cuenta?» (119).
«Aguantaba, aguanté, hasta ponerme encima de
ella y penetrarla. Parecía un animal al que acaban de desenjaular» (121).
«Al entrar en el metro, me vi desde fuera.
Bajaba las escaleras de un modo mecánico. Los demás lo hacían igual. Éramos
ratones, dando vueltas y vueltas a una rueda interminable, infinita» (125).
«Mientras pensaba en esto, volví mis ojos hacia
los zapatos. Parecieron transformarse en dos cuervos, uno picoteando al otro»
(126).
«Mis ojos: los de un perro al que acaban de
regañar y no se atreve a mirar a su amo» (144).
«Me adentro. Veo láminas acuosas, como escamas
de pez abiertas, que se abren ampliando haces; [...]» (154).
«[...] me mira como se mira a un perro que,
después de haber desaparecido, vuelve llagado» (157).
«Estoy en cuclillas. Las rodillas me duelen, las
piernas me hormiguean» (162).
[1] Espero
no abusar de las citas a la primera novela de Eva, pero creo que estas explican
directamente qué aporta Relojes muertos
a la literatura y a la sociedad.
[2] ¿Presagia esto la próxima novela de Eva
Mª Medina, Asesinos de palomas?
[3] Sorprende la frecuencia con la que se
alude a las hormigas, del mismo modo que ocurre en la reciente poesía mexicana
(en autores como José Emilio Pacheco, Enzia Verduchi o Vicente Quirarte).
Me ha encantado, querido Nacho, tu blog y tu reseña.
ResponderEliminarMil gracias querido amigo.
Eva.
Muchísimas gracias, Eva, fue un gusto conocerte y leerte. ¡Felicidades!
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