martes, 24 de febrero de 2015

Relojes muertos, de Eva María Media Moreno


Eva María Media Moreno (Madrid, 1971) acaba de publicar su primera novela, Relojes muertos (Playa de Ákaba, 2015): la extroversión de un ezquizofrénico en la introspección de una sociedad animal, no acorde a la locura.


“Hay una especie de reflejo automático
en eso de hablar de la muerte
y mirar en seguida el reloj”
(La Tregua, Mario Benedetti)

Eva Mª Medina Moreno
Eva María Medina es licenciada en Filología Inglesa por la Universidad Complutense de Madrid. Autora del libro de relatos Sombras (Editorial Groenlandia, 2013), y coautora de Relatos en Libertad (Editado por Anuesca, 2014) y de Letras Adolescentes (Colección Especiales, Editorial Letralia, 2012). Ha obtenido diversos premios literarios por sus cuentos, que han sido publicados en distintas revistas literarias, españolas y latinoamericanas (Letralia, OtroLunes, Cinosargo, Entropía, Almiar, Narrativas...), y en diversas antologías. La revista La Ira de Morfeo editó un número especial con algunos de sus relatos. Relojes muertos es su primera novela. En la actualidad está ultimando la escritura de su segunda novela, Asesinos de palomas.

Esta información, de la solapa, me recuerda el momento en que conocí a E. M. M. M. (sus siglas ya invitan a la reflexión) en Santander, hace un par de años, en un curso cuyo título ya presagiaba lo que ahora edita Playa de Ákaba: “Cómo se escribe un buen texto”. Seguramente lo último que hay que hacer para escribir un buen texto sea ir a clases de este tipo. Alicia Giménez Barlett decía el viernes en el #CadaCual2015 del ADDA que “lo que hay que hacer para escribir un buen texto es leer”. Y en Relojes muertos se aprecian las lecturas de Eva: referencias literarias (La náusea, de Jean Paul Sartre; La transformación, de Kafka o La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera), musicales (desde Ella Fitzgerald y Louis Armstrong a AC/DC), escultóricas (como las muñecas “Kachina”) y pictóricas (“Xaime Naveira”).

Un ejemplo de la conjunción de estas artes ‒de estos sentidos, de donde beben los dalinianos relojes de Eva‒ es el siguiente plato:

El olor a mar y a pimentón me hizo bajar la mirada. El violeta y blanco del molusco, el amarillo de los cachelos, los granos transparentes de sal gorda, el granate del pimentón y el brillo verdoso del aceite de oliva. Todo esto sobre una tela de madera. Me agaché para subirme unos calcetines inexistentes y sonreí pensando en lo que hacía la costumbre, como aquellas personas que, después de haberse operado para quitarse las dioptrías, seguían subiéndose las gafas (57).

El verano pasado vi a Eva Mª participar en el curso “Literatura y locura: los límites habitables” que organizó Raúl G. Gómez en la UIMP, e intuí que los relojes muertos estaban en funcionamiento (dos veces al día, como mínimo)[1].

¿Cómo puede reaccionar quien lee Relojes muertos? Eva nos da una pista: sonriendo «lúcida, retraída, descabezada, escénica[mente]» (136). Hagan como Gonzalo, el protagonista: si el número de palabras de esta frase es par, arriesguen(se).

El editor Lorenzo Silva acompañó a la autora (Eva María Medina Moreno) y al prologuista (Juan Manuel de Prada) en la presentación del libro, que se celebró hace un mes en Fnac Callao:



Lorenzo Silva destacó entonces la voz (que no el estilo) de Eva, como una forma de narrar el ritmo, los paréntesis y las imágenes (la novela está repleta de fotogramas) que caracterizan a los personajes, logrando así atraer a quien lee o escucha (porque Relojes muertos merece la oralidad).

Juan Manuel de Prada prologa a Medina Moreno del siguiente modo:

Los personajes que pueblan la novela de Eva Medina nos asustan y a la vez nos enternecen, porque se aferran con uñas y dientes a aquello que amaron y que su locura no ha podido borrar, o, por mejor decir, no se ha borrado de sus corazones porque su locura los amarra a ese tiempo que ya no miden los relojes averiados de la realidad (13).

Además del cuestionamiento (in)humano, de la adaptación social, de la locura, del tiempo, de la muerte y de la riqueza de la cotidianidad, Eva cultiva el erotismo; pero no una atracción sensual y utópica, sino real y esquiva:

Ahora veía más. Las yemas de los dedos, pequeñas linternas que iluminasen algo que solo el tacto pudiera ver. Ese lunar algo abultado del muslo. Los huesos de los dedos de las manos, la piel del talón, los pelos cortos y suaves de los pechos; y esa verruga en la tripa, muy cerca del ombligo (67).

¿Por qué ocultamos el lunar o la verruga? Estamos constantemente cubiertos de pensamientos que (nos) acaloran: «¡Imposible huir de los cubos! Vivíamos metidos en ellos, dentro de otros mayores. Íbamos de casa a la farmacia, al bar, a la oficina, en el interior de autobuses, coches y metro. El metro era la gran muñeca rusa y Dios, quien movía las piezas» (146). Estas inquietudes humanas, que a todos nos envuelven, son domésticas:

Los pensamientos flotando en una materia extraña, algo pegajosa, que va cerrando posibles salidas a nuevas ideas. La madera de los muebles se estira, se oye la carcoma, el cemento entre baldosas se dilata, las cucarachas salen de los desagües, aplastan su cuerpo, metiéndose por debajo de las puertas. La televisión, que parece dormir, hace el ruido del descanso, respirando lo trabajado. Algún papel se abre, desperezándose. Las bombillas se liberan del calor acumulado. Y una gota cayendo, el grifo mal cerrado de la cocina, se une a otra del lavabo. El ruido metálico del fregadero, junto con una caída más suave, algo más acuosa. Cerámica del lavabo, acero de la pila, cerámica lavabo, acero pila. Cierro grifos. Los ruidos cesan, hasta que ese papel que parecía desperezarse ahora cruje, liberándose de esa forma que le he dado (148).

Y aquí es donde ‒sobre todo‒ disfruto cuando leo a Eva (como Millás) analizando la realidad, respondiendo a las llamadas de los objetos. Y digo “sobre todo” porque también me inquieto, me incomodo y me pregunto. ¿El qué? No importa. Lo crucial es pensar en lo distinto o plantearse por qué hay diferencias. Relojes muertos consigue lo más difícil: sentir(nos).


ANIMALES EN RELOJES MUERTOS

Llama la atención, entre otras muchas virtudes de Relojes muertos, la presencia animal (en el mejor sentido de la palabra ‒si es que tiene otros). A continuación recogemos los símiles con los que Eva Mª Medina ilustra las sensaciones de ansiedad, nerviosismo, náusea, transformación...; no porque Eva no despliegue otros registros o porque queramos desvelar el texto o analizar la novela, sino porque, en nuestra opinión, Eva lo borda especialmente con esta técnica, y quizá esta atracción-selección que nos surgió con la lectura sirva para destacar el principal logro de Relojes muertos: empatizar con la locura ‒más presente y menos peligrosa de lo que creemos. 

«Toqué los brazos del sillón, rodeándolos con mis dedos, aferrándome al material; esa superficie pinchaba, como los pelos fuertes y duros de un jabalí disecado» (29).

«Al echarse el rímel abría la boca como pez fuera del agua. En la ventana del vagón vi mi sonrisa» (32).

«Luego estuvimos en silencio, hasta que toqué sus hoyuelos y el exterior pareció nublarse, despertándose en mí esa parte animal que no pude acallar. [...] Fui a la cocina. Me costó beber agua. Miré por la ventana. Oscuridad sucia, de ciudad. Me vi como ratón, dando vueltas y vueltas a una rueda interminable, infinita» (49).

«Me sorprendí al verme acuclillado hablándole a una paloma, animal que me repugnaba. Al levantarme pensé si no me estaba volviendo imbécil. Hablar con una paloma, me regañaba una parte de mí[2]. [...] El ruido de un bar me hizo arquear los dedos de los pies, ir más despacio y agudizar los sentidos, como hacen los depredadores cuando descubren una víctima cerca» (54).

«Observé el trasiego de la gente. Entraban y salían de las tiendas como hormigas en sus hormigueros[3]. Sin bolsas, con bolsas, con más bolsas» (67).

«Me costaba trabajar, algo maligno parecía anidar en mi cuerpo, extendiéndose como tela de araña, de forma suave pero pegajosa, que se ramificaría hasta recubrir cada órgano, como tumor que se apodera de las células debilitándolas» (73).

«En mis ojos se repetían las muecas de los compañeros. Yo era el plancton y ellos los peces que me rodeaban, picoteándome. Empecé uno de esos diálogos en los que solía enredarme escindiéndome en dos [...]» (76)

«Analizar el concepto de familia relacionándolo con lo que para cada uno es una familia: animales, amigos, comunidad religiosa» (77).

«Los vivos respirando a sus muertos, sin poder hacer nada, conscientes de que habían dejado de ser humanos, de que ahora eran animales aferrándose a una supervivencia enfangada» (78).

«Oigo risas, pero no veo a nadie. Solo un gato pardo en el tejado. Siempre había pensado en los gatos como seres de otro mundo que revelan nuestro destino. Quizá este animal tenga algo que decirme» (79).

«Ahora los dementes daban vueltas alrededor, como perros sabuesos en busca de su presa» (85).

«Luego recitaría los versos, una, dos, seis veces, arrugando la tela de la mesa camilla y viendo en el espejo su cara, llena de huesos; tan animal, tan estúpida» (86).

«A los pocos minutos, la lluvia cesó. Observé cómo las nubes iban perdiendo ese tono morado, casi negro, y cómo se desligaban unas de otras. Los coches me recordaron a insectos después de una tormenta. El mismo nerviosismo. Como si se hubieran transformado en esas hormigas desquiciadas que iban de un lado a otro, aumentando la velocidad sin saber bien si torcer a derecha o izquierda» (92).

«El encontrarme de frente con esas malditas palomas, y que una de ellas me persiguiese hasta la boca del metro no podía ser peor señal» (100).

«La sentí distinta. Nos besábamos como dos peces que se atacan arrancándose la carne» (101).

«Le di vueltas a su manera de actuar. Iba poco a poco, mordisqueando como las hormigas» (106).

«Unos ojos que se abrían a la luz exhibiendo unas láminas finas, carnosas, como escamas de pez; trozos filamentosos que, según diera la luz, podían ser afilados, punzantes» (107).

«El cabello, que al principio había parecido de un rubio sucio o un castaño desvaído, es en realidad de varios colores, rojo, amarillo, castaño y negro, y cada hebra pasa bajo la luz por una serie de tonalidades, como el pelo de un perro» (108).

«[...] o en el andar de ese hombre, como cangrejo asustado» (117).

«[...] dormía. Me pareció una ameba gigante, con esa envoltura de la sábana. Imaginé cómo iba desplazándose, por el armario, la cómoda; rodeando la cama con su cuerpo pegajoso. Sus brazos, caídos. Su piel, blanquecina. ¿Cómo no me había dado cuenta?» (119).

«Aguantaba, aguanté, hasta ponerme encima de ella y penetrarla. Parecía un animal al que acaban de desenjaular» (121).

«Al entrar en el metro, me vi desde fuera. Bajaba las escaleras de un modo mecánico. Los demás lo hacían igual. Éramos ratones, dando vueltas y vueltas a una rueda interminable, infinita» (125).

«Mientras pensaba en esto, volví mis ojos hacia los zapatos. Parecieron transformarse en dos cuervos, uno picoteando al otro» (126).

«Mis ojos: los de un perro al que acaban de regañar y no se atreve a mirar a su amo» (144).

«Me adentro. Veo láminas acuosas, como escamas de pez abiertas, que se abren ampliando haces; [...]» (154).

«[...] me mira como se mira a un perro que, después de haber desaparecido, vuelve llagado» (157).

«Estoy en cuclillas. Las rodillas me duelen, las piernas me hormiguean» (162).



[1] Espero no abusar de las citas a la primera novela de Eva, pero creo que estas explican directamente qué aporta Relojes muertos a la literatura y a la sociedad.
[2] ¿Presagia esto la próxima novela de Eva Mª Medina, Asesinos de palomas?
[3] Sorprende la frecuencia con la que se alude a las hormigas, del mismo modo que ocurre en la reciente poesía mexicana (en autores como José Emilio Pacheco, Enzia Verduchi o Vicente Quirarte).

2 comentarios:

  1. Me ha encantado, querido Nacho, tu blog y tu reseña.
    Mil gracias querido amigo.
    Eva.

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    1. Muchísimas gracias, Eva, fue un gusto conocerte y leerte. ¡Felicidades!

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