La obra de
teatro Cartas de amor a Stalin, de
Juan Mayorga y Guillermo Heras, cuenta la historia del escritor ruso Mijail Bulgákov
(Juan Carlos Remolina), su mujer Bulgákova (Mariana Giménez) y Stalin (Luis
Rábago) a través de una conversación telefónica entre escritor y revolucionario
(si no son el mismo) que se corta. ¿Qué ocurre al otro lado del teléfono?
A principios del siglo xx, en la Revolución rusa, el escritor
es el protagonista de la obra, quien redacta constantemente unas cartas a
Stalin para pedirle permiso de abandonar el país; ya que sus obras de teatro,
fundamentalmente, no podían ser representadas por la censura del gobierno. La
mujer del escritor imita a Stalin, transformándose de forma magistral, pero ni
así su marido logra encontrar las «palabras justas». Su vecino, amigo y también
escritor recibe contestación de Stalin con solo una carta que le envía. Esto
ocasiona la rabia, la ira, el desamparo, el agobio y la tristeza de un creador
que no solo se enfrenta a sí mismo, sino a su mujer y al mismo Stalin: el
demonio que aparece en su casa.
Escenario antes de que empiece la obra |
El diálogo con él se convierte cada
vez más en monólogo por parte del líder revolucionario. La cordura desaparece a
la vez que las hojas. Las cartas se desperdigan por el escenario y las mentes
de los allí presentes. Tal presencia fantasmal le sirve para crear una segunda
parte de su obra (La guarda blanca) e
interrumpir momentáneamente esas cartas de amor que le vuelven loco. Dicha
afección humana queda representada en el escenario: al principio vemos un
escritorio a la izquierda, una lamparita que ilumina (la razón) de la butaca
donde se sientan la mujer y Stalin, así como una pila de libros en el fondo
central, tras la cual se ve la Plaza Roja de Moscú primeramente y el rostro de
Stalin con el emblema comunista al final.
Este orden se rompe de forma
paulatina. Los papeles se pierden y el vestuario acaba siendo la alfombra que
soportaba el mobiliario y la razón. El humor está muy presente en el drama,
oxigenando la tensión que el texto y los actores logran contagiar al público.
El juego de luces y la música conjugan un ambiente casi cinematográfico. Los giros
de un Bulgákov que usa la alfombra como capa y armadura hace revolotear las
amarillentas páginas de una historia que alcanza el clímax con «El lago de los
cisnes». Tchaikovsky comple(men)ta un conflicto creciente con el que nos
identificamos (pese a la distancia espacio-temporal) y a través del que nos
interrogamos. El arte se cumple una vez más.
Como el superhistoriador que
completa los huecos de la historia con lo que no sucedió o con lo que no se
sabe que ocurrió, vemos a un Stalin que escribe poesía tragicómica. Estos
versos mecánicos reflexionan sobre la relación de lo social y el arte: el
cambio que toda creación conlleva.
Según Guillermo Heras, director de Cartas de amor a Stalin, «esta obra de
Mayorga es un canto a la teatralización de la propia vida, a las simulaciones
que tenemos que encontrar para no sucumbir a las depresiones que el terrorismo
cotidiano nos impone… Bulgákov inventa su fantasma de Stalin que, a veces
representa a través del cuerpo de su mujer y al final percibe como un gran
fantasma privado que, como en un vodevil, le desplaza a su infierno personal».
Aún tienen una semana para ver esta
obra de la Compañía Nacional de Teatro en el Teatro Julio Jiménez Rueda, en el Distrito Federal (mucho más cercana si antes visitan la Casa-Museo de León Trotsky en Coyoacán). Una obra de dos
horas, con tres personajes y un mismo motivo: la duda. El hilo telefónico
conecta distintas mentalidades y actualiza un problema que desde Rusia a
México, pasando por España, atrae y levanta finalmente al público que se rinde
ante el arte, el teatro y la vida.
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