jueves, 1 de mayo de 2014

Muchomosquito

“Tsssssss”. “Tsssssss”: un cosquilleo, a priori agradable, precedió el zumbido sobre mi oreja izquierda. Me incorporé en la cama y encendí la luz. No veía nada, pero estaba seguro de que había un mosquito cerca de mí. Además, me picaba la mano, la izquierda; cerca del pulgar tenía un círculo recién enrojecido. Me levanté, algo aturdido, y fui al baño con la esperanza de que a la vuelta este molesto insecto se hubiera ido. Para facilitar su salida abrí la puerta de par en par (nunca entendí esta expresión, vivo solo).


Ya en el baño, encendí el móvil mientras sentado en la taza pronosticaba la hora que sería, tomando como única referencia los gemidos de la vecina. Me equivoqué en tres horas. Eran las 4. Eché un vistazo a Twitter mientras me rascaba el picotazo y vi que el grupo alicantino “Alademoska” preparaba un concierto para los días próximos. “Tiene guasa la cosa”, pensé a la vez que volvía a la cama, siempre atento (dentro de lo atento que se puede estar en esas condiciones) a cualquier movimiento que delatara a esa pequeña bestia. Lentamente, como tratando de no alertar al sangriento bicho, me tapé hasta el cuello, descuidando solo la cabeza, cubierta en su mayor parte por pelo. Había que medir todos los movimientos. El éxito de aquella noche dependía de la táctica que ambos, para sendos, prepararan. Era una guerra fría; aunque ya llevábamos unas horas de mayo y el calor que comencé a sentir entre tanta tensa parafernalia me hizo levantarme de nuevo, sentarme junto a la almohada y esperar a la víctima con una revista enrollada, cuyo subtítulo parece que decía: “La guerra a la que yo quería ir”. No veía bien. Los ojos legañosos me guiaron hasta las gafas. Es curiosa la segregación de esta viscosidad que aumenta conforme menos descansas. Ya más espabilado, esperaba sin cesar ni César a ese volátil díptero nematócero. Empecé a recordar, no sé por qué, aquel equipo de la infancia con el que nos apuntábamos (porque raramente jugábamos) a los torneos de fútbol sala (en un tiempo futbito): Muchomosquito. Fue entonces cuando caí en la cuenta, sin moverme de aquel improvisado asiento, de lo que dificultaba el gotelé la búsqueda del pequeño zancudo.

Aunque revisé varias veces el móvil, quizá con la esperanza de que alguien en mi situación mandara algún Wathsapp, no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, como un pasmarote. Solo había escuchado una vez al mosquito, seguramente todavía en sueños; pero el relieve creciente de mi siniestra (como los bultos de las paredes que camuflaban su presencia) era la prueba palpable de su existencia. Desistí. Quizá ya se hubiera marchado y yo seguía como un bobo al acecho. Apagué la luz, esta vez ya sin reparos, sin ocultar el cabreo al causante de mi insomnio. Traté de dormir mientras el zumbido, por el momento, no se producía. Lo esperaba. Estaba seguro de que volvería. Pero me dormí.

Móvil del crimen
Cuando soñaba en un concierto donde los músicos tocaban con caretas de mosca, lo volví a sentir. Salvo la vista, no sé cuál fue el primer sentido que me alertó del regreso. Me incorporé, sobresaltado, dando luz a la reobservada habitación, sintiendo como palpitaba, inyectado en vena, el picotazo que establecía una misteriosa relación con la mancha oscura que se dibujaba en la cortina naranja. ¿Sería él? Había dado con lo que parecía un mosquito, pero no llevaba las gafas. Contuve la respiración y me las puse cuidadosamente. No podía espantarlo. Inconscientemente había mecanizado el movimiento que daría fin a aquella intromisión nocturna. Me dispuse a agarrar con suavidad pero con esperanza la revista que todavía formaba un canuto y aplaudí entre la tela, ya ensangrentada. Lo engañé. Y me engañé. Retire la mano izquierda, la que le había dado la vida y la muerte. Froté un poco la parte de mí, espero, que siempre recordaría esa noche y me decidí a donar sangre la próxima vez que los servicios médicos organizaran uno de esos maratones.


“Tsssssss”. “Tsssssss”.



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