
La megafonía advirtió dos cosas: “apaguen
sus teléfonos móviles y no entren a la sala una vez empiece el espectáculo”.
Ninguna se cumplió. A mi lado había dos asientos vacíos. Empezó el monólogo de
Triviño (Helio Pedregal) y unos pasos se acercaban por mi izquierda. Estaba en
primera fila, frente a las dos bandoleras: Inés (Carmen Ruiz) y Teresa
(Macarena Gómez). Esta última miró de reojo a la pareja que se sentaba
preguntandose sin reparos “cómo se llama la obra”. La rodillera de Inés
simbolizaba la cojera que sufre la cultura: demasiados palos. El público pudo
servir de muleta, pero no lo hizo; solo cuando Leonarda (Gabriela Flores)
apareció se produjo una especie de comunión entre sus ojos y los del resto. Los
soldados, don López y Álvar Pérez, (David Luque y Álex Larumbe) provocaban desplantes;
el rey (Albert Pérez) humanismo; don Carlos (Llorenç González) vergüenza; y
Orgaz (David Fernández “Fabu”) tímidas risas.
El eje de Leonarda facilitó un juego de
espadas, maquillaje, vestuario, música, iluminación y fotografía clásicamente
modernos. Los temas (la libertad, la lucha y el honor de la mujer) eran
actuales. Lo que nos recuerda nuestro lento progreso. El decorado se reducía a
un triángulo inclinado que servía como base de tres peñascos dorados: uno por
cada problema (o solución). Las dos horas se pasaron volando. Los actores
consiguieron atraer a unos espectadores que no se lo pusimos nada fácil. Carme
Portaceli dirigió magistralmente un texto en verso cuidado y complejo que Lope
de Vega compuso para criticar la situación de la sociedad (y a lo mejor de su
personalidad).

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