Open
(Duomo, 2014) es más que un libro de memorias de Andre Agassi (Las Vegas,
Nevada, 1970). La infancia, las máscaras del yo, los altibajos, las adicciones,
el deporte, la fama, la familia y el altruismo configuran la vida de uno de los
personajes más peculiares del tenis, que es una metáfora de la existencia.
«No es casualidad, me digo, que el tenis recurra al
lenguaje de la vida. Ventaja, servicio, falta, rotura, nada, los elementos
básicos del tenis son los mismos que los de la vida cotidiana, porque todo
partido es una vida en miniatura» (17).
Llevaba mucho tiempo queriendo leer este
best seller (con algo de literario).
Poco a poco, y desde que al inicio del curso pasado en septiembre de 2014,
Millás y Gemma Nierga lo diseccionaran en «Hoy por hoy»− fui disfrutándolo sin prisa, de forma intermitente: como los partidos de tenis.
La novela empieza con el final, con una
de sus últimas live ball, la más
dura, con un dolor de espalda espantoso, con unas ganas tremendas de dejar el
tenis, de reunirse con sus hijos, con su mujer, consigo…; pero a la vez con un
vértigo irrefrenable a lo último. Este inicio sitúa al lector ante un
estadounidense que se abre, por fin, narrando y reflexionando
(intransitivamente). El partido entre Agassi y Bagdhatis es un ejemplo de perseverancia:
Agassi odia el tenis. Tras veintiún años
como profesional, se retira a los 36, después de ganar ocho Gran Slam, de
formarse (más que de transformarse), de entender el sentido de la educación
(tras odiar la escuela) y de reconciliarse con su padre (causante de todo lo
malo, aunque también de lo bueno, que lo hay). Y dice adiós antes de disfrutar
de lo que realmente le hace feliz: ayudar a los demás con el fruto de su
carrera profesional (la Andre Agassi College Praparatory Academy).
Open
está escrito por J. R. Moehringer (New York, 1964), periodista que ganó el
Premio Pulitzer en 2000. La forma de este libro es periodística y literaria. Es
decir, perfecta (en el caso de que la perfección exista). Sorprende la memoria
de Agassi. Recuerda los más de mil partidos que ha disputado a lo largo de todo
el mundo, con sus puntos, sus anécdotas y, sobre todo, con sus sufrimientos. No
obstante, quien no sea aficionado al tenis también puede disfrutar de este
elogio de la decisión. La pista de tenis es solo el espacio en el que se
sienten náuseas, dudas, preguntas y placeres que todos compartimos.
Siempre se ha dicho que el tenis es un
deporte para el que es necesario tener una cabeza muy fuerte. Juegas solo (aun
en dobles). Te enfrentas durante una, dos, tres o cuatro horas a tu rival, con
el que quizá mantienes una muy buena relación (ya que los tenistas
profesionales comparten generación, vestuario, concentraciones…); y también te
plantas ante un público que no siempre te aplaude (por no hablar de los
recogepelotas, árbitros, o jueces de línea que tanto incomodan a Agassi). Uno
tiene la sensación, al leer Open, de
que el tenis (y la vida) se basa en momentos negativos, que al fin y al cabo
solo son un anticipo o una demostración de la existencia de los positivos.
Andre Agassi, con su peluca y sus vaqueros |
A continuación, citaremos algunos
pasajes de Open para explicar las
claves de su éxito:
En México y en las ciudades que colindan
con este país norteamericano existe una predilección por la hormiga como
símbolo de trabajo. Agassi quiere ser invencible. Así empieza el capítulo 4 (de
29):
«Juego un torneo en Las Vegas Country Club, y
compito por una plaza para el campeonato estatal. Mi rival es un niño que se
llama Roddy Parks. Lo primero que me llama la atención de él es que también
tiene un padre especial. El señor Banks lleva un anillo con una hormiga
petrificada en el interior de una gran gota de ámbar amarillo. Antes de que
empiece el partido, le pregunto por ella.
¿Sabes, Andre? Cuando el mundo termine en un
holocausto nuclear, las hormigas serán las únicas criaturas que sobrevivirán.
Así que quiero que mi espíritu pase a una hormiga» (82).
El humor más tejano lo encarna Agassi:
«Salimos del cine y decidimos que las palomitas y
los refrescos no son suficientes. Cruzamos la calle, nos metemos en Winchell´s
y nos compramos una caja de donuts. Perry se pide el suyo con cobertura de
chocolate. Yo, el mío, con virutas de colores. Nos comemos los donuts en el
mismo mostrador y conversamos. Perry es buen conversador, de eso no hay duda.
Parece un abogado ante el tribunal supremo. Entonces, en medio de una frase de
quince minutos, se para en seco y le pregunta al dependiente, que sigue tras el
mostrador: ¿esto está abierto las veinticuatro horas?
Sí, contesta el dependiente.
¿Los siete días de la semana?
Ajá.
¿Los trescientos sesenta y cinco días al año?
Sí.
¿Entonces? ¿Por qué hay cerraduras en la puerta de
entrada?
Todos nos volvemos a mirar. ¡Una pregunta genial! Me
echo a reír, me río con tal fuerza que tengo que escupir el donut. De mi boca
salen virutas de colores que son como confeti. No me extrañaría que ése fuera
el comentario más gracioso e inteligente que se ha oído decir en ese Winchell´s
en concreto. Incluso al dependiente no le queda más remedio que sonreír y
admitirlo: chico, tienes razón, es todo un misterio
¿A que la vida es así?, dice Perry. ¿A que está
llena de cerraduras como la de Winchell y de otras cosas inexplicables?» (85).
Creo que esta es la tesis de Open:
«Ahora que he ganado un Gran Slam, sé algo que se
permite saber a pocas personas en este mundo: las victorias no nos hacen sentir
tan bien como mal nos hacen sentir las derrotas, y las buenas sensaciones no
duran tanto como las malas. Con gran diferencia» (209).
Y es que la derrotas y las victorias no
siempre se op(on)en:
«Pero perder a propósito no es fácil. Es casi tan
difícil como ganar. Tienes que perder de tal manera que el público no se dé
cuenta, de tal manera que no te des cuenta tú mismo porque, claro está, tú no
eres del todo consciente de que pierdes a propósito. No eres ni siquiera medio
consciente. Tu mente se rinde, pero tu cuerpo lucha. Memoria muscular. No es
siquiera toda tu mente la que pierde a propósito, sino sólo una facción
rebelde, un grupo escindido. Las decisiones deliberadamente malas se toman en
un lugar oscuro, muy por debajo de la superficie» (281-282).
El tenis y el boxeo coinciden en la
teoría y en la práctica:
«Un amigo me pregunta si, cuando la rivalidad con un
contrincante es personal, no siento nunca el más mínimo impulso de soltar la
raqueta y abalanzarme sobre su cuello. Cuando se trata de un partido de
desagravio, cuando hay resentimiento, ¿no preferiría resolverlo con unos
cuantos asaltos de boxeo de toda la vida? Yo le respondo a mi amigo que el
tenis ES boxeo. Todo tenista, tarde o temprano, se compara con un boxeador,
porque el tenis es un pugilismo sin contacto. Es violento, es mano a mano, y el
resultado es tan simple como el de cualquier cuadrilátero: o matas o te matan.
O das una paliza o te la dan a ti. La diferencia es que, en el tenis, los
golpes se marcan por debajo de la piel. Me recuerda a ese viejo método que usaban
los usureros en Las Vegas, y que consistía en golpear a la gente con bolsas de
naranjas, para que no salieran moratones» (265-266).
La felicidad es sencilla, efímera e (in)oportuna:
«Después me voy a una juguetería, entro en la
sección de baño y le compro uno de esos flotadores para bebés. Se lo coloco a
Kacey debajo de la cabeza de manera que ésta quede en el centro. Soplo para
hincharlo hasta que gradualmente y con gran delicadeza, la cabeza se le levanta
un poco sin que pierda el ángulo del cuello. Un gesto de puro alivio, de
gratitud, de alegría, recorre el rostro de la niña, y en ese gesto, en esa
pequeña tan valiente, hallo lo que había estado buscando, la piedra filosofal
que une todas las experiencias, buenas y malas, de los últimos años. Su
sufrimiento, su sonrisa frente a él, mi contribución para aliviárselo…, ésa, ésa es la razón de todo. ¿Cuántas veces
más tendrán que mostrármelo? Es por eso por lo que estamos aquí. Para luchar
entre el dolor y, siempre que sea posible, para aliviar el dolor de los demás.
Así de simple. Y tan difícil de ver…» (317).
Una de las cualidades de Agassi es el amor
por el ser humano y la poesía:
«Pero no puedo evitarlo. Nunca he visto a una mujer
tan guapa. Cuando no se mueve es como una diosa. Cuando se mueve, es poesía.
Sí, soy un pretendiente, pero también un fan» (353).
Los diálogos son cinematográficos:
«No puedes jugar –me dice Gil−, si no estás
motivado. Tú eres así, es tu naturaleza. Siempre lo ha sido, desde que tenías
diecinueve años. Y no puedes sentirte motivado si la gente que te rodea no está
bien. Yo te quiero por eso.
Pero es que si no juego le fallo a la gente. Y si
juego le fallo a mi familia.
Él asiente con la cabeza.
¿Por qué el tenis y la vida siempre parecen
opuestos?
Él no responde.
Ya lo hemos hecho, ¿no? Quiero decir que ya hemos
participado en la carrera, ¿no? Estamos al final de esta chorrada» (405).
Las coincidencias y las contradicciones
nos guían:
«Creo que significa que estoy embarazada.
Vuelve a hacerse la prueba. Vuelve a salir azul.
Todas las veces, azul.
Es lo que los dos queríamos, y ella está encantada,
pero también asustada. Tantos cambios. ¿Qué le pasará a su cuerpo? Sólo
disponemos de unas horas para estar juntos antes de que yo coja un vuelo
nocturno a Miami y ella se vaya a Alemania. Nos vamos a cenar a Matsuhisa. Nos
sentamos a la barra de sushi, cogidos de la mano, y nos decimos que será
fantástico. Hasta más tarde no caigo en la cuenta de que fue en ese mismo
restaurante donde Brooke y yo terminamos. Es como en el tenis: la misma pista
en la que sufres tus derrotas más severas puede convertirse en el escenario de
tu mayor triunfo» (409-410).
«Creo que mi tema será el de las contradicciones. Un
amigo me recomienda que desempolve a Walt Whitman.
“¿Me contradigo? Pues muy bien, sí, me contradigo”.
Jamás pensé que ése fuera un punto de vista
aceptable. Pero ahora me rijo por él. Ahora es mi Estrella Polar. Y eso es lo
que les diré a los alumnos. La vida es un partido de tenis entre extremos
opuestos. Ganar y perder, amar y odiar, abrir y cerrar. Reconocer pronto ese
doloroso hecho ayuda. También hay que reconocer los extremos opuestos que hay
en nosotros, y si no podemos entregarnos a ellos, o reconciliarnos con ellos,
debemos al menos aceptarlos y seguir adelante. Lo único que no podemos hacer es
ignorarlos» (468-469).
Algunos de los mejores tenistas,
españoles e internacionales, aparecen descritos por Agassi:
«Después me enfrento al español Juan Carlos Ferrero.
Vuelve a llover. En esa ocasión pido que el partido se suspenda hasta el día
siguiente. Ferrero va por delante y no quiere parar. Se mosquea cuando los
organizadores aceptan mi petición y suspenden el partido. Al día siguiente,
paga conmigo ese mosqueo. Yo tengo una pequeña oportunidad durante el tercer
set, pero él me la cierra enseguida. Gana el set y yo veo que su confianza
aumenta por momentos a medida que me derrota» (421).
Voy a Montreal y me abro paso hasta la final, que
juego contra un español jovencísimo del que habla todo el mundo: Rafael Nadal.
No consigo derrotarlo. No consigo descifrarlo. Nunca había visto a nadie
moverse así en una pista de tenis (413).
«En segunda ronda derroto al italiano Andreas Seppi
en tres sets consecutivos. Estoy jugando bien, lo que me da esperanzas de cara
a mi partido de tercera ronda, en el que me enfrento a Rafael Nadal. Nadal es
una bestia, un fenómeno, una fuerza de la naturaleza, el jugador más fuerte y a
la vez más grácil que he visto en mi vida. Y sin embargo yo siento –por culpa
del efecto engañoso que da ganar− que tal vez consiga realizar alguna
incursión. Mis opciones me gustan. Pierdo el primer set 7-6, pero atribuyo sólo
a mi esperanza lo ajustado del resultado» (455).
«Al día siguiente, soplan fuertes vientos. Ráfagas
de sesenta y cinco kilómetros por hora. Lucho contra el viento y contra la
destreza huracanada de Federer, y empato el partido dos sets a dos. Federer
baja la vista y se mira los pies, que es su manera de expresar sorpresa.
Pero se adapta a la situación mejor que yo. Tengo la
sensación de que es capaz de adaptarse a cualquier cosa, al vuelo. Se lleva un
quito set muy duro, y yo le digo a todo el que quiera oírme que ese hombre va
camino de convertirse en el mejor jugador de todos los tiempos» (439).
Así termina, Open:
«Un día, mientras estaba trabajando en el segundo
borrador, un amigo de Jaden vino a casa a jugar con él. Había copias del
original apiladas por toda la encimera de la cocina y el amigo de Jaden
preguntó: ¿qué es todo esto?
Éste es el libro de mi papá, respondió Jaden en un
tono de voz que no le había oído usar nunca, salvo para hablar de Papá Noel y
de Guitar Hero.
Espero que él y su hermana sientan el mismo orgullo
por este libro dentro de diez años, y de treinta, y de sesenta. Lo he escrito
por ellos, pero también para ellos. Espero que les ayude a evitar algunas de
las trampas en las que yo caí. Más aún, espero que se convierta en uno de los
muchos libros que les ofrezcan consuelo, orientación y placer. Yo descubrí
tarde la magia de los libros. De los muchos errores que quiero que mis hijos
eviten, ése ocupa uno de los primeros puestos en la lista» (475).
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