Sergio Ramírez
(Masatepe, Nicaragua, 1942) impartió el curso «Confesiones de un fabricantes de mentiras» dentro del ciclo «El autor y su obra» que organizó la Universidad
Internacional Menéndez Pelayo (UIMP) del 13 al 17 de julio de 2015 en
Santander. Las reflexiones del escritor-político nos acercan a la literatura y
sus consecuencias en un «marco incomparable». A continuación resumimos los
temas que trató como ponente y los debates que atrajeron a los asistentes.
LA NECESIDAD DE
CONTAR
El escritor se siente
imprescindible en determinadas historias que todavía no han sido contadas. De
esta idea surge en 1960 uno de los primeros cuentos de Sergio Ramírez: «El
estudiante». No existen plazos para empezar a escribir o contarse. José
Saramago, por ejemplo, publicó a los 60 años; pero esto no quiere decir que no
fuera escritor antes. El escritor transforma las imágenes de su cabeza en las
palabras del texto. Igual que el músico siente la necesidad de componer, el
escritor debe entender esa inquietud que se genera o se manifiesta sin avisar:
es una vocación. Puede llegar el momento en que todo lo que se ve o se piensa
merezca revelarse literariamente. Sergio Ramírez, siempre busca un significado
oculto en las cosas: es un observador inconforme, un «curioso impertinente».
¿Por qué Sergio Ramírez recuerda el
jabón germicida de su abuelo? Porque el poder selectivo de la mente afecta al
que escribe, pero también al que lee. De ahí que la infancia y sus recuerdos
sean volubles. Lo mismo ocurre con la música, que estará presente de forma
constante en su familia y por ende en sus textos.
El juego de espejos que es El Quijote agota su narración en la
pugna entre don Quijote y El Vizcaíno. Sin embargo, el autor puede continuar
escribiendo por los papeles que se/ le llevan al mercado. Así funciona la
curiosidad del escritor: es la puerta del escritor. Todo se vende «casi nuevo»,
como los «Clasificados» del diario. Eso de leer cartas ajenas es una feísima
costumbre. Nunca habrá que dejarlas cerca de un escritor «amigo». Su interés,
su curiosidad y su observación están siempre presentes, ausentándolo en parte.
La curiosidad se convierte en imaginería, y la imaginería en memoria.
Plumas fuentes, máquinas de
escribir… forman parte de la creación escénica de toda historia/ imaginería:
memoria al fin y al cabo. Actualmente Sergio Ramírez confiesa que utiliza su
teléfono móvil para anotar (en la nube) las ideas que le vienen a veces en los
momentos más inoportunos. Considera fundamental la anotación en el proceso de
escritura, pues recuerda una película de Billy Wilder en la que el protagonista
apuntaba extasiado una fantástica idea a mitad de la noche y al día siguiente
leía el universal «Chico encuentra a chica», se perdían pues todos los matices.
En este sentido recuerda la libreta minúscula que usa su paisano Ernesto
Cardenal.
En cuanto a los límites entre
ficción y realidad, por los que se mueve quien escribe, Sergio Ramírez reconoce
que lo que ocurre en su novela Castigo
divino (1988) es cierto. La «novela» donde plasma su experiencia política, Adiós muchachos (1999), no es ficción.
¿Es esta última la obra que más placer le ha provocado? Posiblemente sí, la
mentira es un don o un privilegio exclusivo del novelista, de la ficción.
«El estudiante» rompía su
normalidad. Su familia era pobre pero con seguridad económica. La derrota de un
sueño es lo que le impulsó a escribir sobre esto, justo en el año del triunfo
de la Revolución cubana y del alzamiento (de los primeros) contra Somoza.
A los dieciséis años Sergio Ramírez
publicó cuentos vernáculos sobre aparecidos que nada tienen que ver con la
realidad. Cada familia es un enorme depósito de historias. Sobre todo la suya:
tenía veinticinco tíos. Su madre era más parca, pero su padre contaba las
anécdotas recordando lo que ya había contado. A esta edad temprana, el
fabricante de mentiras editaba la revista literaria Ventana.
En Un baile de máscaras (1995), Sergio Ramírez narra la historia de un
niño que nacía sin apellidos, hecho que conoció a raíz de su padre. Algo
semejante ocurre con sus tíos, músicos y grandes oradores de historias.
Por lo que respecta a su
metodología, el escritor nicaragüense explica que cada día de 8 a 13 h. se
encierra con su computadora, con sus fantasmas, hasta la hora del almuerzo. Eva
Mª Medina le pregunta por sus crisis creativas, a lo que Ramírez le responde
que cuando no imagina nada corrige, nunca abandona su hábito, su trabajo. Es un
buen método, al revisar recrea. También leer es un buen modo. El cielo se
despeja solo. En los años de la Revolución nicaragüense pasó diez años sin
escribir una línea, como vicepresidente. Desatendió su pasión para ocuparse de
su/ la gente. Ahora bien, se alegra de retomar esta labor de escritor, pues uno
puede serlo en cualquiera de las circunstancias. No hay excusas. Si existe la
necesidad, existe el tiempo.
El tiempo le permite escuchar mejor
la resonancia del lenguaje. Sergio Ramírez escribía al principio de forma
espontánea, muy rápidamente, sin corregir. Quizá tendía a pensar (como le
sucede a muchos otros) que el mundo se pierde si no lo escribe. La madurez le
facilita esa revisión. Sin el auto-voyerismo no habría escritura. Lo público es
intrínseco a lo literario. Hay que elegir entre escribir o que te lleven a
juicio. No hay escritores sin lectores. Puede que los únicos que escribieron
para no ser leídos (y felizmente lo fueron al final) fueron Santa Teresa de
Jesús y San Juan de la Cruz.
Publicar un libro en 1963 fue una
empresa muy ardua. La venta de libros era muy personal. Su primera edición fue
de 500 ejemplares. Hoy han vuelto esas tiradas, aunque existen muchas más
opciones.
Cabe destacar, dentro de esta
necesidad de contar, la neurología en su estudio de la hipnosis como forma de
rescatar recuerdos.
El propósito de Sergio Ramírez es
engañar. El gran triunfo ocurre cuando el lector cree que la mentira contada es
real. El error es mentir para dañar a otro. Si todo el mundo dijera la verdad,
el mundo sería un infierno. Regresamos del viaje de la memoria cargados de
mentiras. El pasado no es más que un recuerdo muy difuminado. No existe. Los
críticos le dicen cosas que nunca pensó en su creación. La novela de tesis
arruina la escritura. Crear didácticamente es un error, el que enseña es el
lector a partir de sus interpretaciones. Ahora bien, Henry James es un ejemplo
de buen autor de novela de tesis, es una excepción, un fantástico narrador. La
película Casablanca (1942) también es
una buena obra de propaganda (de los aliados contra los nazis), y resultó una
obra maestra. Los cuentos de Charles
Atlas también muere (1976) hablan de la enajenación cultural. Las parodias
no pueden hacerse sin intenciones, como muestra el satírico cuento «Nicaragua
blanca».
¿Existe el deseo de imitar a los
EE.UU? Depende de las etapas culturales. Hubo una época de neoclasicismo, donde
podíamos ver a los personajes de la
Odisea en la calle: Ulises, Telémaco, Helena… Luego se pusieron de moda los
nombres de quienes protagonizaban las radionovelas. Ahora sufrimos los
compuestos. Su abuela paterna se llamaba Petrona Simodosia Proserpina
Auxiliadora del Carmen.
Siguiendo con esta necesidad de
contar, somos conscientes de que contamos historias de conflicto. Se dan
siempre historias de personajes en acción, nunca en abstracción. Sin la
contradicción no hay relato posible. El lector es también, no lo olvidemos,
otro curioso. La técnica de la narración es universal. Los detalles nos dan la
imagen que como lectores curiosos buscamos. Los matices, aquello que puede
parecer irrelevante, son importantísimos, dan la clave a la narración. Por
ejemplo, Gabriel García Márquez especifica que «llovió sobre Macondo durante
cuatro años, dos meses y tres días». Asimismo, Sócrates introduce un toque de
ironía a las puertas de la muerte. La deuda del gallo a Escolapio reafirma la
efectividad de la narración en el lector. Son preguntas sin opción de
respuesta. Tal deuda es compartida por Platón y el resto de sus amanuenses/
lectores. Escolapio es el médico que sana. Esta deuda condena a muerte por
impío: ironía. Los gallos están presentes, así lo dice Mateo en Palabras de
Juan a Judas: «antes de que cante el gallo me negarás tres veces». Lo mismo
podríamos decir de San Agustín: es una acción puramente animal, sin mente. La
singularidad es lo que nos lleva a decir de alguien: «parece un personaje de
novela». Ernest Hemingway define esta unicidad como modelos. Son personajes
sobresalientes, que se apartan de lo común de los mortales. Toda literatura de
ficción gira en torno a la suspensión de la incredulidad que motiva, cómo no,
estas confesiones.
Conocemos porque primero imaginamos
lo que no sabemos. Junto a la necesidad de imaginar está la de (oír) contar.
Sergio Ramírez retoma el juego de imágenes y prismas borgiano. Cantar y contar
son sinónimos desde Homero. Así lo muestra en su libro de ensayos Mentiras verdaderas (2001). La ceguedad
es una metáfora de las imágenes de la oralidad. Sherezade, en Las mil y una noches, oye a la muerte a
partir de la necesidad de contar y escuchar, que es lo que nos universaliza.
En Nicaragua se pueden filmar
películas de época con pocos retoques. Apenas ha cambiado el escenario. Ramírez
requiere unas «condiciones mnemotécnicas» (que decía Walter Benjamin). No puede
hacerlo más que en un encierro, a diferencia de otros que lo hacían en
cualquier bar, como Jean-Paul Sartre. La secuela de El cielo llora por mí (2009) se ha interrumpido. La mente es un
depósito, pero para el premio Alfaguara en 1998 el tiempo de conocer ya pasó.
Julia González le pregunta por el
panorama de la literatura actual en español. Sergio Ramírez observa el
surgimiento de las nuevas letras, de los más jóvenes sobre todo. Ve un panorama
abigarrado. Hay que hacer un esfuerzo para conocer todos estos nuevos nombres.
No cree en la novela histórica, pues, como decía Alejandro Dumas (padre): la
novela se cuelga de la historia. Si antes fueron las dictaduras militares,
ahora son los narcotraficantes. La vida pública es intrínseca a la narrativa.
¿Se puede escribir por placer además
de por necesidad? Perfectamente. Son muy pocos los escritores profesionales.
Por ejemplo, Antón Chéjov era médico particular. Siempre hay un oficio que
compartir. Obtener una beca para escribir es la mejor de las situaciones, a
pesar de que decía William Faulkner que de una beca nunca saldrá un buen libro.
Uno puede ser cualquier cosa y
escritor. Lo que no recomienda es ser político. El último de los Cuentos completos (1997), «Vallejo»,
surge en Berlín. Ramírez lo escribió a partir de su experiencia con los
estudiantes nicaragüenses fracasados. Estos impertinentes (seguramente también
«curiosos») le atormentaban con preguntas. Una visita le planteó la escritura
de un libreto de ópera acompasada. Así pues, este contacto latinoamericano fue
cierto. Y lo es. No tanto entre alemanes, por ejemplo, que sí saben dispensar
las interrupciones.
En cuanto al éxito literario y a los
clásicos, Ramírez piensa que los libros que se venden como pan caliente ya no
se leen cuando se enfrían. La fama, pues, no tiene nada que ver con la
excelencia.
No hay quien no se enamore de la
página que ha escrito. No hay arte sin verdad. No hace falta haber vivido todo
lo que se ha escrito. La imaginación es más poderosa. Fernando del Paso y Sin noticias del imperio es un becario
perjudicado por Carlos Fuentes.
El vicerrector de la UIMP, Joaquín Garrido, presentó de forma rápida, descuidada e improvisada a Sergio Ramírez |
LA INVENCIÓN
COMO VERDAD
La literatura
(en su creación y recepción) conlleva la credulidad. La balada del viejo marinero de Samuel Taylor Coleridge ejemplifica
la fe poética. Según Aristóteles, para convencer a otro es mejor una mentira
creíble que una verdad increíble. La mentira tiene legitimidad en la
imaginación.
Pero la suspensión de la credulidad
es voluntaria. Lo mismo ocurre con la razón. Oímos contar una historia con la
imaginación, no con la razón. Wislawa Szymborska poetiza la suspensión temporal
que va de Ulises a la Comedia de
Dante, suspensión que es imprescindible cuando nos enfrentamos a las
intenciones de otro. Esta pausa de la realidad es necesaria en cualquier
representación teatral, de cine, de videojuegos… No nos sorprende el olor a
pintura en el patio de butacas, entramos pues en el juego artístico, en la
mentira. El decorado de los teatros en la infancia de Sergio Ramírez lo llevaba
a sufrir y gozar de un engaño perturbador (como es la mitad real y oculta del
barco que solo existe de frente, en el patio de butacas). Esto lo motivó a
estudiar los mecanismos de las representaciones, de la seducción. Shakespeare
recuerda ya en La tempestad que
estamos hechos de la misma materia que los sueños.
En Nicaragua no ven la literatura
como una amenaza. Este es el único país cuyo héroe nunca estuvo armado. La
identidad de la nación tiene mucho que ver con Rubén Darío, como veremos al
final de estas líneas (tras la pregunta de José Luis Ruiz). El lector no es
descuidado, atiende a las cacofonías y a los errores del texto. La cacofonía
destruye la sensación de leer la verdad. El español es un idioma endiablado.
Cuesta mucho crear una frase. Al hablar de las incongruencias de la mentira no
hay que pensar en los olvidos o minucias de la Odisea o El Quijote (como
es el caso de la ausencia del burro de Sancho). Tito Monterroso decía que si en
una página no había errores, los agregáramos, para dotar al texto de humanidad.
Hasta Darío, la literatura era un estancamiento vernáculo. ¿Cómo decir de otro
modo lo mismo (que preguntaría el poeta mexicano Rubén Bonifaz Nuño)? Pese a
que a Sergio Ramírez no le gusta la terminología didáctica, el metalenguaje
(los emoticonos son una muestra) facilitan esta innovación, literaria por ser
parte del lenguaje.
El mundo de los diccionarios está muerto,
pues legitiman lo que se habla en la calle. La
maravillosa vida breve de Óscar Wao, del escritor dominicano-estadounidense Junto Díaz, es una novela latinoamericana escrita en
inglés por los hijos de los exiliados. Ramírez está seguro de que el español
tiene la fuerza suficiente para conservar su idiosincrasia. No generamos
tecnología, y eso es una debilidad para bautizar términos técnicos. Computadora
es un anglicismo, ordenador un galicismo. No inventamos más adelantos que la
fregona.
Es (casi) imposible traducir poesía.
Sergio Ramírez detesta al formalista ruso Maiakovsky por las malas traducciones
que le han dado acceso. Lo culto es lo que un día fue popular. La virtud es
tomar de donde sea necesario, no de donde sea novedoso.
LA MEMORIA DE LA
INFANCIA COMO RECURSO DE INVENCIÓN
Angelus novus (1920), de Paul Klee |
En Mentiras
verdaderas (2001) Ramírez ya aludía al cuadro Angelus novus del suizo Paul Klee (que adquirió Walter Benjamin)
para referirse a la cita de L. P. Hartley: «El pasado es un país extranjero.
Allí se hacen las cosas de otra manera». Del pasado rescatamos imágenes fijas,
llenas de fantasmas híbridos que son verdad y mentira, de ahí que nos parezca
un lugar tan extranjero. Estos recuerdos vienen contaminados por la
imaginación. ¡Qué empobrecimiento sería ver las cosas tal cual fueron! ¿Cuál es
nuestro primer recuerdo? Ramírez no olvida que era bizco, que tenía una
facultad de la doble visión. El nicaragüense recuerda el primer baño, y
nosotros recreamos también esa misma escena. Realidad, recuerdo e invención forman
un tejido cuyos hilos son muy difíciles de separar. Sobre todo esto colocamos
el halo de la nostalgia, que en la literatura es imprescindible. Existe un
dolor ante la imposibilidad de volver al pasado y recuperarlo tal como fue. Eso
es la nostalgia.
Un cuento de Sergio Ramírez («No me
vayan a haber dejado solo», de Flores
oscuras (2013)) retoma los versos del peruano César Vallejo: «Llamo, busco
al tanteo la oscuridad./ No me vayan a haber dejado solo,/ y el único recluso
sea yo».
Que la foto se ponga en movimiento,
como «los cuervos» de la película Sueños
(1990) de Akira Kurosawa. Como en el chileno Raúl Zurita o en el mexicano
Vicente Quirarte, la fotografía retoma el pasado, la historia y la infancia de
Sergio Ramírez. El inglés Herbert George Wells tiene un cuento, «La puerta en
el muro» (1911), que habla de un jardín encantado. Eso es la literatura.
En la distinción entre la realidad
de la fotografía y la ficción de la historia de la que nos habla Ramírez, cabe
destacar el final del poema XIX del libro Nombre
sin aire (2004) de Vicente Quirarte: «El álbum fotográfico no miente./ Pero
la vida sí».
El que sabe recordar es un escritor
en potencia. El humor y la melancolía son básicos. En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, es un ejemplo de todo
lo que conlleva la intervención de la memoria activa y el recuerdo subjetivo.
Masatepe, Nicaragua: lugar de nacimiento de Sergio Ramírez |
PINTANDO LA
ALDEA
Ya lo decía León
Tolstoi: pinta bien tu aldea y serás universal. «Pintar» en este caso quiere
decir «lograr un buen cuadro». ¿Hay requisitos para la universalidad? La
tradición literaria habla de temas: amor y muerte según Gabriel García Márquez,
amor, locura y muerte para Horacio Quiroga; y poder, además de los tres
anteriores, para Sergio Ramírez. La oposición (odio, condena, olvido e
impotencia) la encontramos también en el desarrollo literario y vital. ¿Por qué
entendemos un texto escrito hace miles de años (por Sófocles, Edipo rey, por ejemplo)? Porque no ha
cambiado la condición humana. Esa es la clave.
Shakespeare presenta de nuevo la
condición humana en su revés exacerbado. Y poco nos muestra el anverso. Para
que lo universal salga de esa aldea, no es suficiente con la condición humana,
sino con la relación sus seres, sus pasiones y conflictos. De estos vínculos
surgen los paradigmas literarios.
Comala (el espacio de Juan Rulfo) es
el antecedente de Macondo (de Cien años de El Gabo). Este es un escenario
único, un pueblo olvidado, fantasma. Sus habitantes se hablan desde debajo de
la tierra. Se trata de una especie de espejo del infierno de Dante. Estamos
inmersos en la suspensión de la incredulidad que caracteriza la creación y
recepción literaria. Se trata de un viaje al reino de las sombras, solo que el
protagonista de Pedro Páramo (Juan
Preciado) no regresa de la muerte, y pronto comenzará a hablar desde la tumba,
en murmullos, como el resto de personajes.
Habla,
memoria (1966), de Valdimir Nabokov, es un libro hermoso de la infancia de
Sergio Ramírez. Su regreso a Masatepe (donde nació) es constante en toda su
narrativa. La soledad podía disfrutarse con ligazón a la lentitud y el silencio
con que transcurre la infancia. El silencio es un elemento trascendental en la
memoria de Sergio Ramírez y en su infancia. En Centroamérica, durante muchos
años, el lenguaje vernáculo supuso una cárcel para la literatura. Por fin, nos
dimos cuenta de que Juan Rulfo, con Pedro
Páramo, por ejemplo, explotaba y potenciaba esta peculiaridad, convirtiendo
el inconveniente en ventaja. Literatura y realidad convergen. Antes, el
escritor manejaba este mundo popular (que se separaba aún de lo culto) con
guantes quirúrgicos, antisépticos (como el champú germicida de su abuelo).
Las comillas («») muestran esta
distancia, este temor de plasmar la realidad. En lugar de abrir caminos, Cien años de soledad los cerró todos.
Macondo agotó la paleta. Sergio Ramírez no conoce más que a imitadores. Juan
Rulfo o Joao Guimaraes transforman la visión del universo popular.
Algunos libros son fundamentales
para Sergio Ramírez. Pese a que al final de este compendio de las «Confesiones
de un fabricante de mentiras» presentamos la lista que dio por petición de los
alumnos presentes en Santander durante la semana pasada, citamos aquí algunos
títulos: Los siete locos (1929) del
argentino Roberto Arlt, Paradiso
(1966) del cubano Lezama Lima, El pozo
(1939) del uruguayo Juan Carlos Onetti o Memorias
póstumas de Blas Cubas (1881) del brasileño Joaquim Machado de Assis.
¿Podría ser el tiempo otro de los
temas universales de la literatura? Para Sergio Ramírez no. El exvicepresidente
(con perdón) lo ve más como un recurso narrativo. Lo mismo ocurre con la
escritura del no o la no escritura (que le plantea José Luis Ruiz). El estadio de Wimbledon (1986), de
Daniele del Giudice, es una reflexión sobre la escritura (como la de
Vila-Matas) y su abandono (según hizo, pongamos por caso, Rimbaud a los veinte
años). Otro aspecto que se vincula con esta forma de universalizar lo propio,
de generalizar lo específico, de crear lo particular, de pintar la aldea… es la
ligereza de Milan Kundera. Bartleby, el escribiente de Herman Melville y su
constante «preferiría no hacerlo», repasan el proceso, no tanto el tema. Es
importante pues elegir las palabras adecuadas para escribir y para escribir
sobre el proceso de escribir. Sergio Ramírez lo hace. Su prosa es natural,
poética y perfecta (si es que esto último existe). Hablaremos más de esta
cualidad en la conclusión de El autor y su obra.
Antes no podemos olvidar la labor de
Italo Calvino en la Universidad de Harvard o la presencia de la música popular
en la literatura latinoamericana. El objetivo es hacer algo verosímil de lo
incognoscible. Ahora bien, ¿debemos escribir de lo que se conoce o de lo que no
se conoce? El suicidio (de países como Suecia o Finlandia…) depende en gran
parte de la quietud institucional. La inquietud resuelve muchos problemas,
aunque a priori solo plantee preguntas. Al hablar de ficción, ¿utilizamos
fantasía o imaginación? Este debate es muy interesante para abordar en próximas
sesiones. De momento diremos que en la imaginación no hay inocencia, mientras
que en la fantasía sí.
Guillermo Balbona y Regino Mateo entrevistan a Sergio Ramírez en los Martes Literarios (en UIMP TV se puede ver el acto) |
MARTES
LITERARIOS
La mejor
revolución es ver el mundo como lo ve el otro.
Recordemos que la mentira literaria
es la única no dolorosa. Es importante ver la literatura como una diversión, no
como una enseñanza. «El Quijote es
aburrido según las encuestas a quienes no lo han leído». Novela y cuento son
géneros paralelos, no subordinados.
Mi abuelo le llevó una niña a mi
abuela. Esta dijo que acoger y criar a una huérfana era un acto de bondad. Sin
embargo, no sabía que esta niña era hija de su marido. Cuando se enteró montó
en cólera. Esta es la historia de Sara
(2015), la última novela de Sergio Ramírez. El nicaragüense aprendió en la
plaza de Masatepe, junto a la iglesia, que el sentido del humor solo existe
cuando uno se ríe de sí mismo. La sanación es una de las respuestas de la
literatura. ¿En qué lengua escribe Sergio Ramírez? En un idioma infinito,
inexpugnable. Recordemos que es bellísimo. Le angustiaría escribir en una
lengua pequeña, como le ocurrió al checo Milan Kundera.
¿Qué importancia tiene la oralidad
en la literatura y en el oficio de escritor? Muchísima. Sergio Ramírez se hizo
escritor oyendo a las clases sociales altas y bajas de Masatepe. Lo arcaico y
lo indígena (que no son lo mismo) formaron su lengua y su música, pues el
escritor reproduce melodías y símbolos. Es muy difícil que exista un escritor
sordo. Así, mezclando la lengua indígena y la arcaica, nació la obra de Miguel
Ángel Asturias.
A Sergio Ramírez no le gusta hablar
de narco-novela porque parece que forma ya parte de este negocio criminal.
Por lo que respecta a la gastronomía
nicaragüense, Ramírez defiende sus raíces peninsulares y su mestizaje con la
indígena. Es una fusión admirable, en todos los sentidos. Un tercer elemento es
el africano, esencial. Y es en este momento cuando nos cercioramos de que el
narrador se rasca el ojo izquierdo con el dedo índice de esa misma mano
(trazando, sobre el vértice externo del órgano visual, círculos que no respetan
el sentido de las manecillas del reloj). El invitado a la mesa literaria, que
todos los martes congrega a un público diverso (lectores que agotan los libros
de Ramírez que se venden a la entrada), está a gusto. Ese gesto lo demuestra.
De ahí, quizá, que se anime a contar anécdotas como la de ese alemán que al
saber que era de Latinoamérica le explicó entusiasmado que tenía un primo de
Chicago o aquella otra ocasión en la que le llamaron Pelé sin saber que Brasil
y Nicaragua son países distintos, no tan cercanos ni en el tiempo ni en el
espacio.
Las diferencias en Latinoamérica son
brutales. Su mejor lectura puede hacerse a través, cómo no, de la literatura, y
con la novela en concreto. Nicaragua es patriarcal. Al igual que la mayoría de
los estados que lo circundan. Hay una corriente feminicidia que puede rebajarse
con las letras, aunque la literatura no sirve para descargar iras políticas. No
es ese el espacio para tales menesteres. Ramírez recuerda a la comunicación
poética entre Roberto Fernández Retamar y Ramón Fernández Larrea cuando dice
que es un «sobreviviente». En cuanto a su relación con la política, Ramírez se
alegra de saber que tiene más lectores que electores. México es ejemplo de lo
social en la literatura; es decir, de denuncia y de presencia de los problemas
cívicos (el narco fundamentalmente). De ahí el nombre y la hegemonía de la
novela negra.
Retomando la relación entre música y
literatura, Ramírez explica que de niño
estudió solfeo, algo aburridísimo; no obstante, no hay prosa sin los elementos
musicales. Y viceversa.
LA FORMACIÓN DE
UN ADOLESCENTE: LEYENDO NOVELAS DE AVENTURA Y LEYENDO CÓMICS, OYENDO
RADIONOVELAS, VIENDO CINE
Sergio Ramírez
leyó, entre otras obras básicas, Dr.
Jekyll y Mr. Hyde (1886), de R. L. Stevenson, y Batman (1939), de Bob Kane y Bill Finger. Walter Benjamin hablaba
de las posibilidades de la radiodifusión instalada desde 1929. Todos estos
elementos son novedosos a la hora de comenzar a escribir. Tienen que ver
también con la imagen fija (del cómic) y en movimiento (del cine); así como la
imaginativa de la radio. Los Beatles
forman parte de la cultura Pop, pero también las tiras cómicas (en «tebeos» o
«penecas», por la revista infantil que llegaba desde Chile).
Los personajes de estas historietas
podían ser los de Emilio Salgari, pero viniveron de los héroes clásicos y de
las novelas romanticistas. Las novelas de caballerías también hicieron lo
propio en la gestación de un imaginario colectivo en torno a la valentía y la
épica que heredó y desterró (para afianzarlas definitivamente) Cervantes con El Quijote. La máscara con la que se
desdoblará el escritor y sus personajes es un invento de Alejandro Dumas. Superman,
por ejemplo, fue creado en 1932 y originariamente estaba diseñado como un
personaje malvado. Su autor se basó en Flash Gordon, imitando así la forma de
vestir de los forzudos circenses. Linterna verde, El hombre araña… están
acompañados por alguien menor. Esto de la doble identidad es una atracción muy
novedosa de quien se muestra y se oculta. Era muy poderoso. No se le conocía
más que su castidad manifiesta. De ahí la sospecha que levantaba la pareja
Batman y Robin. El capitán Marvel llegaba a Nicaragua desde Argentina. Este
resultaba más atractivo para él que Superman. Existe una gran contradicción: el
héroe siempre tiene un escudero, un acompañante (como El Quijote). La doble identidad es básica aquí: el vendedor de
periódicos que se transforma en insecto, en hombre araña.
Los personajes tienen siempre una
vida finita. En las historietas cómicas los personajes son inmortales, interminables…,
ya que pertenecen a una secuencia inacabable que se repone siempre. Mueren los
dibujantes y los guionistas, pero ellos perduran. El fantasma Marvel, por
ejemplo, surge en la plenitud de su juventud. Pepita/ Blondy son personajes
inmortales. Y si no inmortales, sí longevos. Han cambiado lo suficiente para
seguir siendo atractivos. Hay una ruptura de la lógica del dibujo, los
elementos de este, sirven para saber, por ejemplo, al gato Félix.
Este fenómeno de la las historietas
cómicas es poco conocido en Europa, pues es considerado como un producto de
lujo. No era popular como en América (tanto al norte como al sur). Esta poesía
viene del siglo XIX. Spirit (de 1940) sigue llamando su atención por el
antifaz.
Rubén Darío |
La escritura automática surgiría
aquí, de Ulises y sus aventuras, entre otros. De aquí llegaría a las historias
con ilustraciones. Los tres mosqueteros lo atrajeron hasta que el cine
escamoteó la lectura (como viene ocurriendo). Sergio Ramírez añora el olor de
las tapas en rústica y el abrecartas con el que inauguraba los pliegos todavía
sin revisar por la imprenta. Este romanticismo en la lectura debe su encanto o
desencanto a los fulgores y el aura del momento. De ahí que al regresar a ellas
podamos cambiar de impresión. Ramírez agradece, no obstante, que en Nicaragua
fuera obligatorio recitar a Rubén Darío.
La radionovela daba imagen a las
voces. En Managua vio a los actores de esas historias contadas en el estudio.
No se parecían en nada a los personajes que habitaban en su cabeza. No sabe si fue
una sorpresa o una decepción. Este mundo de efectos (semi)especiales los
describe muy bien Mario Vargas Llosa en La
tía Julia y el escribidor (1978).
Sergio Ramírez era muy aficionado a
las radionovelas de Radio Mundial. Por esto detestaba que su padre le mandara a
algún quehacer o mandado. Pese a este último incordio, pronto se alegró de que
en todas las calles se oyeran las radios de los hogares de la ciudad
nicaragüense. Así podía seguir la Historia. Ramírez plasma en Margarita, está linda la mar (1998) la
celebración de su primer premio literario (dos botellas de ron Cañita, recuerdo
que despierta la risa tímida de Tulita, a su derecha).
Charles Dickens era folletinesco.
Todo terminaba en preguntas. Este es el emparentamiento de la técnica. Recordemos
que todas las novelas del siglo XIX comenzaban a publicarse en los diarios, y
también que los globitos de los cómics fueron inventados por los mayas.
¿Qué capacidad tiene la figura del
superhéroe para servir de modelo para la sociedad? ¿Y Spiderman, El hombre
araña? Muchísima. Hay ejemplos tanto en el siglo XX como en la actualidad de
ejemplo de buena conducta a partir del superhéroe. El halcón negro, pongamos
por caso, era símbolo antinazi.
No hay mejor manera de incitar a la
lectura que encerrar estos textos bajo llave. Basta que nos digan que no
hagamos o leamos algo, sobre todo de niños, para que nos sintamos empujados a
ello. Harry Potter es clave para
muchas generaciones en su gusto por la lectura. El cómic enseña a imaginar.
Umberto Eco, en Apocalípticos integrados
(1964), relaciona los superhéroes con los detectives de novela negra. No
olvidemos que una de las raíces de estos superhombres son los protagonistas de
las novelas de caballerías.
El cine ambulante le enseñó a
Ramírez el gusto por los gángsteres. El cine de su tío le servía de refugio.
Subía a él por una escalera vertical. La cinta del revés tenía el himno
nacional de México. Su experiencia fue la de la película Cinema paradiso (1988), de Giuseppe Tornatore: un niño encerrado en
una caseta de cine. Allí aprendió a pensar y a escribir imágenes. Los
retrocesos en el tiempo de su premio Alfaguara son muestra de ello. El cine
mexicano (con El peñón de las ánimas
(1942), de Jorge Negrete, o Allá en el
rancho grande (1949), de Pedro Infante) es básico en su formación
adolescente, literaria y cultural latinoamericana y nicaragüense. Cantinflas
también llenó listas y carteleras. En América Latina nunca se doblaron las
películas. Siempre había subtítulos. Sergio Ramírez propuso instalar una radio
en ese mismo espacio cinematográfico. Su familia es paralela a su formación
literaria, radiofónica y cinematográfica (en ese orden). El cine ya no le
atrae. Todo pasa por la distribución de EE.UU. La educación de su oído desde
niño no acepta el doblaje. Solo el subtitulado. Castigo Divino
(1988) se llevó a la pantalla en Colombia. ¿Ha escrito algún guion o piensa
hacerlo? No. En Colombia hicieron una muy buena adaptación en la que nada tuvo
que ver. Trató de hacer algo parecido de forma directa y no salió bien, así que
se mantiene como novelista.
El adjetivo felliniano es muy
literario. Amarcord (1973) es una
pintura de una ciudad de provincia. Su principal virtud (como lo kafkiano usado
erróneamente para lo absurdo) es la distinta visión del mundo, de la realidad
(como la del barco de utilería de la película de Federico Fellini).
Luis García Berlanga es felliniano y
atrae a Sergio Ramírez. Si Oscar Wilde hubiera tenido acceso al cine habría
sido el mejor dialoguista. En Nicaragua no hay posibilidad de ver el cine
europeo. Las películas premiadas en Cannes nunca llegan. Una cinta de calidad
no aguanta la cartelera ni uno ni tres días. La única alternativa es la de los
vendedores piratas (llamados «comemuertos» en el país centroamericano). Sergio
Ramírez confiesa que hasta hace un tiempo se negaba a comprarlos porque se
sentía solidario con los derechos de autor, pero ahora no hay otra opción. En
México, por el contrario, hay muchas posibilidades. El Consejo Nacional de
Ciencia y Tecnología (CONACYT) y el Consejo Nacional para la Cultura y las
Artes (CONACULTA) publican clásicos muy económicos. Netflix es poco común aún en Nicaragua. Y el cable es pobre porque
retoma el gusto medio de la población, que es muy comercial.
Palacio de la Magdalena (Santander), donde tuvo lugar el curso de El autor y su obra |
LA PASIÓN DE
LEER Y LA PASIÓN DE ESCRIBIR
Sergio Ramírez
estaba rodeado de un ámbito campesino. Entonces no escribía sobre lo que veía (eso
ocurriría mucho después), sino sobre lo que leía.
Saber el párrafo de entrada de un
libro indica repetitivas lecturas. A Sergio Ramírez le sucede con Moby Dick, Pedro Páramo, etc. «El beso» de Chéjov fue un cuento que no olvidó
nunca: una historia sobre la soledad y el abandono. Según el escritor ruso,
había que noquear al lector en la última línea. Ramírez autoeditó su primer
libro de cuentos a los veinte años con una tirada de 400 ejemplares. El
nicaragüense le contó a Gabriel García Márquez que espera que le regalen los
libros que escriben sus amigos. De ahí que El Gabo, tras escuchar esta anécdota,
le dedicara El amor en los tiempos del
cólera (1985) con la siguiente cita: «Para mi amigo Sergio, para que nadie
diga que compró este libro». Ramírez no comparte la idea de su padre sobre el
cuento como primer escalón de la novela.
La Náusea (1938) de J. P. Sartre le impresionó desde pequeño, aunque
ninguna de sus primeras lecturas le incitó a la escritura. Rulfo, Borges,
Cortázar, sus primeros viajes a México… La
peste (1947) de Albert Camus… Los lejanos ecos del boom desde Barcelona… le
empujaron al acto de leer y de escribir: que, al fin y al cabo, recordemos, son
partes de un todo. El libro es una extensión de la memoria y de la imaginación,
tanto de los que leen como de los que escriben. La lectura es un acto de gozo.
Las lágrimas son parte de ese mismo pozo.
En 1977 Borges habla de felicidad
obligatoria, más que de lectura obligatoria. Un buen ejercicio es hacer nuestra
lista de los libros preferidos para una isla desierta; es decir, de los que no
querríamos separarnos. ¿Podríamos dejar de lado el Decamerón, Madame Bovary…?
Ahora bien, no pensemos en un número, sino en seguir leyendo, para que nuestras
necesidades crezcan. Farenheit 451
(1953), de Ray Bradbury, no plantea tal posibilidad. Toda biblioteca personal
es infinita: no se puede leer ni retener en la memoria (al menos por completo).
Todo surge de la imaginación. En
relación con el cuento «Casa tomada» de Cortázar, Sergio Ramírez recuerda la
anécdota de la mudanza que su amigo balear tuvo que hacer por la cantidad de
libros y el poco espacio. Si los libros desbordan la casa, desbordan la vida.
Alfonso Reyes quería una casa como una biblioteca. Los hijos del también
mexicano Alí Chumacero le invitaron a Ramírez a ver sus más de 40.000
volúmenes. Hay que seguir leyendo y, en mi caso, escribiendo hasta la muerte.
Al preguntarle por los críticos, el
nicaragüense recuerda que, según las malas lenguas, los críticos son escritores
frustrados. No obstante, la crítica es esencial. Que un libro guste al público
y a la crítica es muy poco frecuente. Hay dos tipos de lectores: literarios y
no literarios. Un tío de Sergio Ramírez leía a Blasco Ibáñez como si fuera
Gabriel García Márquez porque fue muy popular. Este es un ejemplo de autor que
pasó de moda después de ser muy popular. Leer y escribir son dos conceptos de
un mismo hemisferio. Esta idea borgiana reinventa los libros. La lectura
engendra escritura. Por eso hay libros que son clásicos, decía Italo Calvino.
Un clásico siempre sugiere algo nuevo (por ejemplo, el análisis del color
blanco en Moby Dick). La obra de
Melville es un entramado de muchas partes. Moby
Dick fue un fracaso en su tiempo.
Ramírez destaca los siguientes
cuentos: «La muñeca reina», de Carlos Fuentes, «Queremos tanto a Glenda», de
Julio Cortázar, «El jardín de senderos que se bifurcan», de Jorge Luis Borges,
o «¡Diles que no me maten!», de Juan Rulfo. Este último es un escritor de dos
libros: El llano en llamas (1953) y Pedro Páramo (1955). A este último
comentario responde el «gracias» de alguna lectora voraz. Rulfo se pasó toda su
vida hablando de la creación de una novela que no existía, solo para que no lo
molestaran. Borges nunca escribió un cuento malo. Los textos de El Gabo son de
otro tipo. Y los de Monterroso (como «Míster Taylor») son básicos en la
formación literaria.
¿Qué relación tiene Sergio Ramírez
con la poesía? ¿La lee? ¿La escribe? ¿Cree que se opone o se distingue
claramente de la narrativa? ¿Para qué sirven los géneros? La premio Nobel
polaca Wislawa Szymborska, Ezra Pound, T. S. Eliot o Baudelaire son lecturas
que acompañan a Ramírez. El nicaragüense confiesa que escribió poesía hace
mucho tiempo, en la revista Ventana.
Todavía lo amenazan con publicarla. Pese a no cultivar este género en las
últimas décadas, lee poesía (solo poesía, reitera) antes de escribir cualquier
cosa. Necesita, pues, la precisión del lenguaje. La «ortografía estética» la
heredó de su mamá. Al leer cualquier palabra mal escrita, el error salta a la
vista. Fabricar sinónimos y saber cómo se escriben son las labores como
escritor. Por lo que no usa las opciones que le dan los procesadores de texto.
Las desactiva. Para activar muchas otras vías.
Carlos Fuentes dice que cuando uno
escribe por la mañana plasma lo que soñó durante los últimos sueños. El
gobierno mexicano abrió un espacio para acoger las bibliotecas personales de
los grandes poetas: Carlos Monsiváis, Alí Chumacero… Este es un universo
personal. La única droga que Ramírez recomienda es la lectura.
Al hablar de novelas, el fabricante
de mentiras no olvida El corazón es un
cazador solitario (1940), de Carson McCullers, Matar a un ruiseñor (1960), de Harper Lee, Luz de agosto (1932), de William Faulkner, Madame Bovary (1856), de Gustave Flaubert, La cartuja del Palomo (1850), de Sthendal, La Regenta (1885), de Clarín, Miau
(1888), de Galdós, La romana (1947),
de Alberto Moravia, El último encuentro
(1942), de Sándor Márai, El extranjero
(1942) o La peste (1947), de Albert
Camus, Los hermanos Karamázov (1880),
de Fiódor Dostoyevski o Guerra y Paz
(1865), de León Tostói. Estos títulos son libros escritos por la naturaleza,
con los cuales la humanidad mejora. Sergio Ramírez no ha vuelto a leer Historias de Ferrara (1956), de Giorigio
Bassani, porque le gustó muchísimo. Giuseppe Tomasi di Lampedusa y su novela El gatopardo (1958) está aún presente. Las
Memorias póstumas de Blas Cubas
(1880), de Joaquim Machado de Assis, es una novela del siglo XIX escrita con
humor por un muerto distinto a los de Pedro
Páramo. José de Guimaraes o Italo Calvino también son imprescindibles. Charles
Dickens es necesario del mismo modo con Nuestro
amigo común (1864). No olvidemos Moby
Dick (1851), de Herman Melville, y La
casa de los siete tejados (1851), de Nathaniel Hawthorne y la Piedra lunar (1868) o La dama de blanco
(1860), de Wilike Collins, están presentes en el imaginario del nicaragüense. A
raíz de este repaso novelesco, cabe destacar que Cervantes desapareció tras su
muerte. Fueron los ingleses quienes lo recuperaron y nos animaron a hacerlo.
LA COCINA DE MI
PROPIA ESCRITURA
Castigo divino
(1988) fue escrita entre 1984 y 1987 durante el periodo más bélico de
Nicaragua. Una novela contemporánea a la revolución no podría esquivarla.
Entonces, Sergio Ramírez no leía novelas, pero sí los boletines judiciales, con
fascinación. Una novela termina siendo retrato de una época, aunque el escritor
no se lo proponga, pues la obra siempre parte de lo individual a lo general.
Como ejemplo, destaca la descripción de la «Ley de fugas» de Nicaragua (y de
España también) en los años sesenta.
Según Faulkner, el arte poco tiene
que ver con el ambiente. Margarita, está
linda la mar (1998) surgió de la retirada política definitiva de Sergio Ramírez
en 1996. Siempre quiso escribir una novela sobre Rubén Darío, pero también
sobre Somoza, de ahí que creara un vínculo entre ambos. El episodio del cerebro
de Darío es esperpéntico, le hubiera gustado contarlo a él. Ramírez se atreve a
hablar de la moda a partir de la documentación de más de 3.000 fichas sobre
curiosidades de Rubén Darío. Además, la prensa fue fundamental para completar
la información del álbum de fotos, así como su experiencia personal y vital.
Ernesto Cardenal ejemplifica las
peculiaridades y semejanzas de Centroamérica en su poema «Hora 0»:
[…]
Y los diputados, más baratos que las mulas -decía
Zemurray.
Sam Zemurray, el turco vendedor de bananos al
menudeo
en Mobile, Alabama, que un día hizo un viaje a Nueva
Orleáns
y vio en los muelles de la United echar los bananos
al mar
y ofreció comprar toda la fruta para fabricar
vinagre,
la compró, y la vendió allí mismo en Nueva Orleáns
y la United tuvo que darle tierras en Honduras
con tal que renunciara a su contrato en Nueva
Orleáns,
y así fue como Sam Zemurray buso bresidentes en
Jonduras.
[…]
(Ernesto
Cardenal, «Hora 0»)
Sergio Ramírez dispone distintos
mosaicos a modo de exposición de lenguajes, pues el lenguaje y sus variedades
dotan a la literatura de una composición de la mentira con conocimiento de
causa; es decir, un relato peculiar desde detalles aparentemente nimios.
¿Hasta cuándo se puede mentir? Hasta
que la congruencia de la mentira aguante. Recordemos que lo que prevalece en la
mentira es la verdad. La novela es capaz de cambiar la historia. En ocasiones
la literatura tiene prioridad. De esto hablaremos pronto. Con Javier Cercas y El impostor (2015) ya dijimos que la
novela y la literatura son mentiras. Y a diferencia de lo que ocurre con la
historia, el lector lo sabe y se enfrenta a ambos textos (novela e historia) a
sabiendas de la ficción que las diferencia.
¿Puede cambiar algo un libro?
Ramírez es cada vez más reacio al respecto. Es cierto que una obra puede marcar
a una generación, como los de Albert Camus o Cortázar. Rayuela, por ejemplo,
cambió la concepción literaria, sin ser un libro político. Era ácrata.
Difícilmente un libro puede provocar un cambio político, pero sí social, que es
la base y el origen (o esa es la idea genuina) de la política. Convirtiéndose
en un símbolo identitario de El Salvador Roque Dalton escribió a sus
compatriotas en «Poema de amor»:
Los que ampliaron el Canal de Panamá
(y fueron clasificados como “silver roll” y no como
“golden roll”),
los que repararon la flota del Pacífico en las bases
de California,
los que se pudrieron en las cárceles de Guatemala,
México, Honduras, Nicaragua por ladrones, por contrabandistas, por estafadores,
por hambrientos
los siempre sospechosos de todo( “me permito
remitirle al interfecto por esquinero sospecho soy con el agravante de ser
salvadoreño”),
las que llenaron los bares y los burdeles de todos
los puertos y las capitales de la zona (“La gruta azul”, “El Calzoncito”,
“Happyland”),
los sembradores de maíz en plena selva extranjera,
los reyes de la página roja,
los que nunca sabe nadie de dónde son,
los mejores artesanos del mundo,
los que fueron cosidos a balazos al cruzar la
frontera,
los que murieron de paludismo de las picadas del
escorpión o la barba amarilla en el infierno de las bananeras,
los que lloraran borrachos por el himno nacional
bajo el ciclón del Pacífico o la nieve del norte,
los arrimados, los mendigos, los marihuaneros,
los guanacos hijos de la gran puta,
los que apenitas pudieron regresar,
los que tuvieron un poco más de suerte,
los eternos indocumentados,
los hacelotodo, los vendelotodo, los comelotodo,
los primeros en sacar el cuchillo,
los tristes más tristes del mundo,
mis compatriotas,
mis hermanos.
(Roque
Dalton, «Poema de amor»)
El Canto nacional (1973) de Ernesto Cardenal está dedicado al frente
sandinista, pero la revolución no surgió por ello, aunque quizá sí para ello.
Sergio Ramírez es igual de pesimista que Bolaño. Hay que escribir sin
objetivos. Si queremos vender ejemplares, mejor nos dedicamos a otra cosa, pues
eso no tiene nada que ver con la literatura. Nuestra disciplina es otra, una
lucha sin cuartel (que diría Roberto Bolaño).
La novela de Sergio Ramírez Mil y una muertes (2005) se debe en
parte al encuentro con Gonzalo Celorio, pues el poeta mexicano le regaló el
libro de Xavier Villaurrutia que dio título a la obra del nicaragüense con
estos versos del maravilloso y perfecto epitafio:
I
Agucé la razón
tanto, que oscura
fue para los demás
mi vida, mi pasión
y mi locura.
Dicen que he muerto.
No moriré jamás;
¡Estoy despierto!
II
Duerme aquí, silencioso e ignorado,
el que en vida vivió mil y una muertes.
Nada quieras saber de mi pasado.
Despertar es morir. ¡No me despiertes!
(Los
contemporáneos. Una antología general. Prólogo, selección y notas de HéctorValdés. Sep/Unam. México, 1982. pp. 197-198)
El origen de esta obra, al menos en
su título, muestra y ejemplifica una vez más la herencia, tradición y
renovación de la literatura mexicana (en este caso, como en Vicente Quirarte).
Al igual que este mexicano, premio Xavier Villaurrutia en 1991, Ramírez
acostumbra a trotar de madrugada. Estos hábitos forman parte de la cocina de su
escritura.
Sara (2015), última novela de Sergio Ramírez |
Sara
(2015) surge de la familia protestante de Ramírez. Retomemos, si así lo
quisiéramos, lo dicho en la velada de Martes Literarios. Uno siempre quiere que
la novela funcione como la vida. Los seres humanos, por naturaleza, somos
adictos al conflicto. El poema «Beso para la mujer de Lot», de Carlos Martínez
Rivas, está relacionada con esta idea violenta.
Cada novela es parte de una novela
que se va gestando durante toda la vida. Tiempo
de fulgor (1970) fue una de las primeras novelas de Ramírez. Aunque de
forma muy breve, probablemente en este libro incipiente estén todas las
semillas de lo que va germinando después (como alguien le dijo alguna vez).
Los nombres de las novelas (y de
todo) no son casuales, gratuitos. El confesor (y por momentos también
confidente durante este curso en Santander) utiliza nombres de mujer para varones,
como en su familia. Juan Rulfo escogía los nombres en los cementerios. Ramírez
lo hace del listado telefónico.
La sumisión comienza con el
desamparo. La mujer (y hablamos de esto a partir de la relación entre los
personajes bíblicos Sara y Abraham en la última novela del nicaragüense)
depende de la vinculación hegemónica patriarcal que caracteriza a Latinoamérica
incluso todavía.
La teología es una ciencia bastante
ociosa. Al protagonista de estas líneas no le gusta hablar de literatura desde
la perspectiva de género porque eso empobrece el debate crítico. Hay escritores
(tanto mujeres como hombres) excelentes. Y mediocres. Ramírez cree que la
hegemonía de escritoras radica en Uruguay. Sor
Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe (1982), de Octavio Paz, es
fundamental para estudiar este debate. La película argentina Yo la peor de todas (1990), de María Luisa Bemberg, ilustra esta
historia.
DÓNDE COMIENZA
LA FICCIÓN Y TERMINA LA REALIDAD: LA EXPERIENCIA DE LOS LIBROS PROPIOS/
HISTORIA PÚBLICA E HISTORIAS PRIVADAS: JUEGO DE ESPEJOS
Según Sergio
Ramírez, en México no hay una sola calle que se llame Hernán Cortés. No
obstante, googleando aparece, al
menos (parece que en Guadalajara hay otra), una en la pequeña isla al norte de
Cancún (Holbox). Para un novelista latinoamericano es imposible escapar de la
historia. Por eso hablamos de Historia (con mayúsculas, como Jules Michelet a
través de Quirarte).
La familia es la hacienda donde la
historia privada se encuentra con la pública. En América Latina el novelista es
capaz de sustituir al historiador. Cuando le preguntan qué le ha dejado la
política para la literatura, el expolítico (aunque quizá uno nunca deja de
serlo) responde que no le ha dejado nada. Gobernar te aleja de la gente,
paradójicamente. La sociedad perfecta no es posible, pero la compasión y la
justicia sí. En resumen, el escritor es un vidente, profeta y espía.
La historia no está en los nombres
de las batallas ni en las fechas de las firmas, sino en las pequeñas historias.
Actualmente la gente habla en voz alta con gran destreza a través de su
teléfono móvil-inteligente, lo cual es un lujo para quien escribe, un foco de
historias; pues puede escuchar sus intimidades.
Tulita y Sergio Ramírez (foto del Facebook de
Sergio Ramírez en Chamonix Mont-Blanc, Francia,
tras el curso en la UIMP)
|
Rubén Darío es el único héroe no
militar, tal como decíamos al principio. Construye la identidad de un país.
Ramírez recuerda los billetes de 500 córdobas donde aparecía el rostro del
poeta modernista, y las de 1.000 con Somoza. El dictador valía el doble que el
poeta. José Martí se asemeja a Darío como héroe nacional, pero el cubano sí
subió a un caballo. Lo que le valió la vida. El problema radica en que en
América Latina los escritores son buenos para todos. Y no es fácil desempeñar
algunas tareas, entre ellas la de gobernador.
Sergio Ramírez lee muy poco como
lector. Es difícil sentir esa pasión inocente y en ocasiones ingenua de la
juventud. Ver los andamios a una obra es una revelación. Pero también una rebelación (usando la paronomasia tan
común en algunos de los textos del, ahora, profesor nicaragüense). El esposo de
Tulita recuerda los bordados que su mamá
hacía cuando era pequeño. Acostumbraba a voltearlos para ver el dibujo
del reverso, del interior, con unas flores distintas, en conexión con los
colores que por delante se intuían únicos, separados.
Quien inventa la literatura como
mentira es el propio Colón.
CONCLUSIÓN
Pese a leer el
texto que le ocupó los dos-tres meses previos al curso que se celebró en
Santander del 13 al 17 de julio de 2015, Sergio Ramírez cuenta con una buena
metodología. Los capítulos (tal como hemos tratado de transcribir aquí, a
partir de las notas personales del ciclo «El autor y su obra») son breves,
anecdóticos, con una estrecha y constante interacción visual con el lector
público.
El discípulo de Darío no se esconde.
Explica y responde a lo que le preguntan, sin tapujos. Reconoce varias mentiras
e intimidades: que no es él quien se ocupa de sus perfiles en las redes
sociales (Twitter y Facebook)
o que compra en el top manta (recordemos que es la única opción de ver cine en
Nicaragua). Cabe destacar la forma en que justifica sus dedicatorias al inicio
del comentario de cada una de sus obras. Su mujer, Gertrudis («Tulita»), está
junto a él desde 1960 (y viceversa). Por ello le agradece que le despertara a
las 4 de la madrugada para escribir. Son la imagen del amor.
Llama la atención, igualmente, las
reiteradas alusiones y reflexiones que durante esta semana se han hecho sobre
la poca trascendencia y persecución (por ende) de la literatura «panfletaria» o
contra el gobierno en Nicaragua. Escribir que el dictador es cruel no ofrende a
nadie, pero sí manifestarse en la calle. Esto simboliza la falta de ideología
del gobierno, lo que se opone a la «identidad» nicaragüense, felizmente,
gracias a un poeta: Rubén Darío.
Su tono es heptasilábico, latino-caribeño,
pausado y reflexivo, casi poético: su sintaxis es inmejorable. Que se rasque el
ojo izquierdo de forma circular anuncia involuntariamente una precisión
inusitada (tal como explicábamos anteriormente). La moralidad pierde terreno en
favor de la comicidad. Arquea los hombros, pasa las páginas con un desdén que
contrasta con su natural ternura benedettiana. Es cortés, pero su mirada aún
conserva la bifurcación originaria de la adolescencia: base (de y per
formativa).
Emisarios imberbes o A la caza de un
prólogo son buenos títulos para (quizá) una novela. La UIMP ha perdido, ha
recortado, pero los matriculados siguen siendo los mismos, más perspicaces y
descarados si cabe.
(De derecha a izquierda): Tulita, José Luis, Sergio Ramírez, Julia, Ana y Nacho en la UIMP al acabar el curso |
BIBLIOGRAFÍA
PRINCIPAL DE SERGIO RAMÍREZ TRATADA EN EL CURSO
·
Flores oscuras
(cuentos), Alfaguara, Madrid, 2013.
·
Catalina y Catalina (cuentos), Alfaguara, México, Madrid, 2001.
·
Castigo Divino
(novela), Alfaguara, México, 2003.
·
Margarita, está linda la mar (novela), Premio Internacional Alfaguara 1998,
Alfaguara, Madrid, 1998.
·
Mil y una muertes
(novela), Alfaguara, Madrid, 2005.
·
Sara
(novela), Alfaguara, Madrid, 2015.
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