Palabras mayores |
a Paco Flor,
por regalarme este libro
No hay causa reconocible, sólo efectos. Corrijo:
sólo una frontera en el espacio-tiempo, flujos turbulentos, entrecortados.
Entre cortados.
Verónica Gerber Bicecci («Conjunto
vacío», pág. 54)
Palabras mayores. Nueva narrativa mexicana (Malpaso, 2015) es una antología de veinte relatos que han organizado Guadalupe Nettel,
Cristina Rivera Garza y Juan Villoro, una forma fácil de ver algunas voces jóvenes
del género en el país de Rulfo, Arreola o Glantz.
Veinte nombres (siete mujeres y
trece hombres) integran esta recopilación amparada por Hay Festival, el British
Council y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Una de
las escritoras con más fuerza de México, Rivera Garza, hace el prólogo; donde
lee a los mexicanos que nos leen, y lo hace con estas palabras: «a todo proceso
de globalización editorial lo circunda, o lo agujerea, el reacomodo […]» (7).
Ahora bien, aquí todo inquieta. México enriquece al cuento.
La misma Garza explica que esta
reunión narrativa no atiende, aparentemente, a más punto común que la
juventud (nacidos entre 1975 y 1987; todos en activo salvo Gerardo Arana, que
murió en 2012). De los tres temas universales (el amor, la religión y la
muerte) es, sin duda, la muerte (como buenos mexicanos) la constante que
hilvana estas fiestas de la ficción que es la realidad.
A continuación, recogemos un detalle
de cada texto. Mediante estas imágenes, en cursiva, creemos formar un relato
conjunto.
Juan Pablo Anaya (Ciudad de México,
1980), en «Canción de amor para una androide», critica la memoria con una
especie de ensayo sobre Blade Runner:
«¿Cómo hacer de una prótesis –que quizá seamos nosotros mismos− la posibilidad
para fornicar amorosamente?» (13).
Gerardo Arana (Querétaro, 1987-2012),
en «Meth Z» genera una descripción drogadicta: «Luego la mujer removió la
piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil
pedazos» (33).
Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina,
1975) presenta en «La pajarera» infinitos incisos que son barrotes. Dentro
estamos nosotros, pero gustosamente: «extrae una bola de alimento, la engulle
de un solo bocado, masca, vocifera algo incomprensible, traga, luego regresa a
su asiento, mira, agradecido, al sargento, se sienta y, en un momento de
entusiasmo, desaloja un sonoro pedo» (40).
Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de
México, 1981), en «Conjunto vacío», hace un análisis disectivo del abandono con
la mejor claridad eudaviana: «la renuncia es voluntaria, el consenso es la
menos común de las opciones, y el abandono es más bien una imposición» (49).
Laia Jufresa (Ciudad de México,
1983), en la fantástica «La pierna era nuestro altar», es ágil y burlona. Su
inicio esclarece el lugar en el que nos sumergimos:
Hace un par de años me inscribí en una alberca. Como
era mucho más caro utilizarla muy temprano o por la tarde, durante meses me
levantaba a las 10:45 y a las 11 ya estaba a tres cuadras de casa cubriéndome
la cabeza con la gorra plástica, los ojos con los gogles y dejando que, tras un
salto, grandes cantidades de cloro terminaran de despertarme, ¡splash! (79).
De las mejores
palabras mayores. Sorprenden sus detalles, su misticismo de lo cotidiano.
Luis Felipe Lomelí (Jalisco, 1975),
en «Las nubes», ensalza los estímulos que contagian los niños al buscar lo que
desaparece: «−Córrale, pinche Tomás. Yo les echo aguas, hijodelachingada»
(101).
Brenda Lozano (Ciudad de México,
1981), en el tragicómico «Un gorila responde», hace coincidir el ritmo personal
y animal: «Avanza hasta la cubeta, la desliza con la precisión de un viejo que
mueve una pieza de ajedrez, toma la rama y regresa a la piedra» (109).
Valeria Luiselli (Ciudad de México,
1983), en «Porque cayó la noche y los bárbaros», relaciona los valores humanos
con el humor negro que ofrece el léxico de México: «La segunda parte de la
noticia era que el novio de mamá era ciego y sufí. Se había quedado ciego y se
había convertido al sufismo, en ese orden» (117).
Esquema visual de Verónica Gerber |
Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), en
«Luces en el cielo», expresa la melancolía de lo ajeno: «Regresé a donde estaba
mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas» (133). Y lo hace mediante los
mecanismos constructores de la novela corta.
Emiliano Monge (Ciudad de México,
1978) confecciona en «Merolico» diálogos que son ensayos, con más detalle que
texto: «−Yo no sé si me acostumbre –Merolico deteniéndose de golpe y
escupiendo, sobre el suelo, el jugo amargo que revuelve sus entrañas y que sube
por su esófago hasta dar con la minúscula iglesia que es su boca de adivino» (141).
Eduardo Montagner Anguiano (Puebla,
1975) se desnuda en «Esfínteres», el relato más sexual: «Descubrió entonces
Arnold un moco asomando impune en la fosa nasal derecha del personaje llamado
Jorge» (157). Echo en falta en esta recopilación a Ériq Sáñez y algún cuento de
La novela zombi.
Antonio Ortuño (Jalisco, 1976), en «Historia»,
demuestra que es discípulo de Alberto Chimal; es crítico, sensual y cómico: «9.3.4. Es decir: El Invasor Placentero»
(184).
Eduardo Rabasa (Ciudad de México,
1978) sigue esta línea en «La liturgia del cuerpo», donde la fantasía sexual
vuela a las puertas de Eliseo Subiela:
¿Qué pasa si uno falla? Por fortuna, en esas
instancias yo sabía que no representaba mucho más que una especie de consolador
animado, así que cerraba los ojos y disfrutaba hasta donde me era posible de la
puesta en escena de Abigaíl cogiendo consigo misma a través de mí (195).
Antonio Ramos Revillas (Nuevo León,
1977), en «El cantante de muertos», fabuliza el costumbrismo y el misterio
infantil: «Esas semanas que espié a mi padre fueron las mejores de mi infancia»
(224). No obstante, el final de este cuento es descendente, menos frenético y
más previsible que el resto.
Pergentino José Ruiz (Oaxaca, 1981)
ofrece en «Hormigas» un misterio donde solo entiendo la lengua zapoteca: «−Ngont
nta la [no llores] –le digo» (230).
Eduardo Ruiz Sosa (Sinaloa, 1983),
en «Madame Jazmine o noticia de la decapacitación», destaca por escribir
airosamente docenas de líneas sin puntos: «El suicidio debería ser el único
crimen posible; la eutanasia, la única complicidad» (235). Ofrece una reflexión
vital de la actualidad.
Daniel Saldaña París (Ciudad de
México, 1984) cuenta «Trescientos gatos»; lo peculiar de lo común: «Le debo la
bromita a Facebook, ese sistema de hipnosis en el que Remedios, mamá, pasó los
últimos años de su vida ocupada en comentar con exigua sintaxis cientos, quizá
miles, de fotos de gatos con expresión lastimera» (250).
Ximena Sánchez Echenique (Ciudad de
México, 1979), en «En vez de hermosos sueños», nos muestra una enumeración
costumbrista. De nuevo, el principio de este relato logra captarnos: «La fresca
tarde de abril en que la abuela murió, después de tres días de agonía, nos
dimos cuenta de que un arcoíris atravesaba el cielo» (257).
Carlos Velázquez (Coahuila, 1978)
dibuja en «La marrana negra» apariencias socioliterarias mediante párrafos
tuiteros: «“Eres un pinche luser. Es nuestra oportunidad de salir de este
chiquero. Vivir la gran vida”» (270).
Nadia Villafuerte (Chiapas, 1978) se
apunta a «Huir en ferry», invitándonos a esta agudeza narrativa: «Es muy fácil
poner cosas en la mente y después olvidarnos de lo que cavamos ahí» (286).
Al leer esta muestra, Palabras mayores, una es la escritora
que nos atrae, nos impacta y nos lleva a buscarla en otros catálogos: Brenda Lozano.
Me parece la que más propone en esta colección. Hace unos meses, en la FIL del
Palacio de Minería, presentó el nuevo libro de la maestra: Margo Glantz.
Entre los aspectos formales y
temáticos −que siguen (cor)rompiendo la pacífica tradición y desacralizando,
por fin, el lenguaje− destacan las siniestras enumeraciones (de Nicolás Cabral,
Eduardo Montagner Anguiano o Ximena Sánchez Echenique, por ejemplo) a lo
Alberto Chimal; así como lo fantástico (pensamoe entonces en Laia Jufresa,
Antonio Ortuño o Antonio Ramos Revillas), rozando lo inusual de Cecilia Eudave.
Al ver el índice, tenía ganas de
leer «Hormigas» (cfr. 227-232), de Pergentino José Ruiz, pues me parece un
insecto más que habitual en la literatura mexicana (especialmente en poesía).
Sin embargo, no llegué a conectar con el relato. Por suerte, es fiel a la
brevedad de los textos que aquí se asamblean.
Otra de las conclusiones positivas
de este trabajo es que descentraliza la creación, es decir, si hace veinte o
treinta años el DF acaparaba el arte (entre otras disciplinas), la variedad
geográfica (aunque todavía muy ligada a Ciudad de México: nueve de los veinte
son capitalinos) enriquece la variedad literaria. Además de otras ciudades
mexicanas, empieza a ser común escribir desde EE.UU., como le ocurre a la
prologuista de Palabras mayores.
Este libro se puede encontrar
prácticamente en cualquier librería o a través de Internet. Como viene siendo habitual, por la compra del
ejemplar en papel te regalan la versión digital.
Por último, recogemos los fragmentos
citados en un texto (¿homogéneo?):
¿Cómo hacer de una prótesis –que quizá seamos
nosotros mismos− la posibilidad para fornicar amorosamente? Luego la mujer
removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó
en mil pedazos; extrae una bola de alimento, la engulle de un solo bocado,
masca, vocifera algo incomprensible, traga, luego regresa a su asiento, mira,
agradecido, al sargento, se sienta y, en un momento de entusiasmo, desaloja un
sonoro pedo: la renuncia es voluntaria, el consenso es la menos común de las
opciones, y el abandono es más bien una imposición.
Hace
un par de años me inscribí en una alberca. Como era mucho más caro utilizarla
muy temprano o por la tarde, durante meses me levantaba a las 10:45 y a las 11
ya estaba a tres cuadras de casa cubriéndome la cabeza con la gorra plástica,
los ojos con los gogles y dejando que, tras un salto, grandes cantidades de
cloro terminaran de despertarme, ¡splash!
−Córrale,
pinche Tomás. Yo les echo aguas, hijodelachingada.
Avanza
hasta la cubeta, la desliza con la precisión de un viejo que mueve una pieza de
ajedrez, toma la rama y regresa a la piedra. La segunda parte de la noticia era
que el novio de mamá era ciego y sufí. Se había quedado ciego y se había
convertido al sufismo, en ese orden.
Regresé
a donde estaba mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas.
−Yo
no sé si me acostumbre –Merolico deteniéndose de golpe y escupiendo, sobre el
suelo, el jugo amargo que revuelve sus entrañas y que sube por su esófago hasta
dar con la minúscula iglesia que es su boca de adivino.
Descubrió
entonces Arnold un moco asomando impune en la fosa nasal derecha del personaje
llamado Jorge.
9.3.4. Es decir: El Invasor Placentero.
¿Qué
pasa si uno falla? Por fortuna, en esas instancias yo sabía que no representaba
mucho más que una especie de consolador animado, así que cerraba los ojos y
disfrutaba hasta donde me era posible de la puesta en escena de Abigaíl
cogiendo consigo misma a través de mí.
Esas
semanas que espié a mi padre fueron las mejores de mi infancia.
−Ngont
nta la [no llores] –le digo.
El
suicidio debería ser el único crimen posible; la eutanasia, la única
complicidad. Le debo la bromita a Facebook, ese sistema de hipnosis en el que
Remedios, mamá, pasó los últimos años de su vida ocupada en comentar con exigua
sintaxis cientos, quizá miles, de fotos de gatos con expresión lastimera. La
fresca tarde de abril en que la abuela murió, después de tres días de agonía,
nos dimos cuenta de que un arcoíris atravesaba el cielo […] «Eres un pinche
luser. Es nuestra oportunidad de salir de este chiquero. Vivir la gran vida».
Es
muy fácil poner cosas en la mente y después olvidarnos de lo que cavamos ahí.
Pido disculpas por este experimento. Podríamos pensar que esta historia, esta
comedia erótico-festiva (de esas que están tan de moda ahora), este collage…
tiene sentido, que las piedras se repiten en nuestro camino, que nadamos sin
agua, que Merolico, Arnold, Jorge y Abigaíl forman una familia…, pero eso son palabras mayores.
En relación con el tema se celebrará en la UIMP el curso de verano «A 20 años de McOndo y el Crack: continuidades y rupturas en la narrativa hispanoamericana».
En relación con el tema se celebrará en la UIMP el curso de verano «A 20 años de McOndo y el Crack: continuidades y rupturas en la narrativa hispanoamericana».
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