viernes, 20 de mayo de 2016

Palabras mayores: Nueva narrativa mexicana

Palabras mayores
a Paco Flor,
por regalarme este libro

No hay causa reconocible, sólo efectos. Corrijo: sólo una frontera en el espacio-tiempo, flujos turbulentos, entrecortados. Entre cortados.
Verónica Gerber Bicecci («Conjunto vacío», pág. 54)

Palabras mayores. Nueva narrativa mexicana (Malpaso, 2015) es una antología de veinte relatos que han organizado Guadalupe Nettel, Cristina Rivera Garza y Juan Villoro, una forma fácil de ver algunas voces jóvenes del género en el país de Rulfo, Arreola o Glantz.

            Veinte nombres (siete mujeres y trece hombres) integran esta recopilación amparada por Hay Festival, el British Council y el Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta). Una de las escritoras con más fuerza de México, Rivera Garza, hace el prólogo; donde lee a los mexicanos que nos leen, y lo hace con estas palabras: «a todo proceso de globalización editorial lo circunda, o lo agujerea, el reacomodo […]» (7). Ahora bien, aquí todo inquieta. México enriquece al cuento.
            La misma Garza explica que esta reunión narrativa no atiende, aparentemente, a más punto común que la juventud (nacidos entre 1975 y 1987; todos en activo salvo Gerardo Arana, que murió en 2012). De los tres temas universales (el amor, la religión y la muerte) es, sin duda, la muerte (como buenos mexicanos) la constante que hilvana estas fiestas de la ficción que es la realidad.
            A continuación, recogemos un detalle de cada texto. Mediante estas imágenes, en cursiva, creemos formar un relato conjunto.
            Juan Pablo Anaya (Ciudad de México, 1980), en «Canción de amor para una androide», critica la memoria con una especie de ensayo sobre Blade Runner: «¿Cómo hacer de una prótesis –que quizá seamos nosotros mismos− la posibilidad para fornicar amorosamente?» (13).
            Gerardo Arana (Querétaro, 1987-2012), en «Meth Z» genera una descripción drogadicta: «Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos» (33).
            Nicolás Cabral (Córdoba, Argentina, 1975) presenta en «La pajarera» infinitos incisos que son barrotes. Dentro estamos nosotros, pero gustosamente: «extrae una bola de alimento, la engulle de un solo bocado, masca, vocifera algo incomprensible, traga, luego regresa a su asiento, mira, agradecido, al sargento, se sienta y, en un momento de entusiasmo, desaloja un sonoro pedo» (40).
            Verónica Gerber Bicecci (Ciudad de México, 1981), en «Conjunto vacío», hace un análisis disectivo del abandono con la mejor claridad eudaviana: «la renuncia es voluntaria, el consenso es la menos común de las opciones, y el abandono es más bien una imposición» (49).
            Laia Jufresa (Ciudad de México, 1983), en la fantástica «La pierna era nuestro altar», es ágil y burlona. Su inicio esclarece el lugar en el que nos sumergimos:

Hace un par de años me inscribí en una alberca. Como era mucho más caro utilizarla muy temprano o por la tarde, durante meses me levantaba a las 10:45 y a las 11 ya estaba a tres cuadras de casa cubriéndome la cabeza con la gorra plástica, los ojos con los gogles y dejando que, tras un salto, grandes cantidades de cloro terminaran de despertarme, ¡splash! (79).

De las mejores palabras mayores. Sorprenden sus detalles, su misticismo de lo cotidiano.
            Luis Felipe Lomelí (Jalisco, 1975), en «Las nubes», ensalza los estímulos que contagian los niños al buscar lo que desaparece: «−Córrale, pinche Tomás. Yo les echo aguas, hijodelachingada» (101).
            Brenda Lozano (Ciudad de México, 1981), en el tragicómico «Un gorila responde», hace coincidir el ritmo personal y animal: «Avanza hasta la cubeta, la desliza con la precisión de un viejo que mueve una pieza de ajedrez, toma la rama y regresa a la piedra» (109).
            Valeria Luiselli (Ciudad de México, 1983), en «Porque cayó la noche y los bárbaros», relaciona los valores humanos con el humor negro que ofrece el léxico de México: «La segunda parte de la noticia era que el novio de mamá era ciego y sufí. Se había quedado ciego y se había convertido al sufismo, en ese orden» (117).
Esquema visual de Verónica Gerber
            Fernanda Melchor (Veracruz, 1982), en «Luces en el cielo», expresa la melancolía de lo ajeno: «Regresé a donde estaba mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas» (133). Y lo hace mediante los mecanismos constructores de la novela corta.
            Emiliano Monge (Ciudad de México, 1978) confecciona en «Merolico» diálogos que son ensayos, con más detalle que texto: «−Yo no sé si me acostumbre –Merolico deteniéndose de golpe y escupiendo, sobre el suelo, el jugo amargo que revuelve sus entrañas y que sube por su esófago hasta dar con la minúscula iglesia que es su boca de adivino» (141).
            Eduardo Montagner Anguiano (Puebla, 1975) se desnuda en «Esfínteres», el relato más sexual: «Descubrió entonces Arnold un moco asomando impune en la fosa nasal derecha del personaje llamado Jorge» (157). Echo en falta en esta recopilación a Ériq Sáñez y algún cuento de La novela zombi.
            Antonio Ortuño (Jalisco, 1976), en «Historia», demuestra que es discípulo de Alberto Chimal; es crítico, sensual y cómico: «9.3.4. Es decir: El Invasor Placentero» (184).
            Eduardo Rabasa (Ciudad de México, 1978) sigue esta línea en «La liturgia del cuerpo», donde la fantasía sexual vuela a las puertas de Eliseo Subiela:

¿Qué pasa si uno falla? Por fortuna, en esas instancias yo sabía que no representaba mucho más que una especie de consolador animado, así que cerraba los ojos y disfrutaba hasta donde me era posible de la puesta en escena de Abigaíl cogiendo consigo misma a través de mí (195).

            Antonio Ramos Revillas (Nuevo León, 1977), en «El cantante de muertos», fabuliza el costumbrismo y el misterio infantil: «Esas semanas que espié a mi padre fueron las mejores de mi infancia» (224). No obstante, el final de este cuento es descendente, menos frenético y más previsible que el resto.
            Pergentino José Ruiz (Oaxaca, 1981) ofrece en «Hormigas» un misterio donde solo entiendo la lengua zapoteca: «−Ngont nta la [no llores] –le digo» (230).
            Eduardo Ruiz Sosa (Sinaloa, 1983), en «Madame Jazmine o noticia de la decapacitación», destaca por escribir airosamente docenas de líneas sin puntos: «El suicidio debería ser el único crimen posible; la eutanasia, la única complicidad» (235). Ofrece una reflexión vital de la actualidad.
            Daniel Saldaña París (Ciudad de México, 1984) cuenta «Trescientos gatos»; lo peculiar de lo común: «Le debo la bromita a Facebook, ese sistema de hipnosis en el que Remedios, mamá, pasó los últimos años de su vida ocupada en comentar con exigua sintaxis cientos, quizá miles, de fotos de gatos con expresión lastimera» (250).
            Ximena Sánchez Echenique (Ciudad de México, 1979), en «En vez de hermosos sueños», nos muestra una enumeración costumbrista. De nuevo, el principio de este relato logra captarnos: «La fresca tarde de abril en que la abuela murió, después de tres días de agonía, nos dimos cuenta de que un arcoíris atravesaba el cielo» (257).
            Carlos Velázquez (Coahuila, 1978) dibuja en «La marrana negra» apariencias socioliterarias mediante párrafos tuiteros: «“Eres un pinche luser. Es nuestra oportunidad de salir de este chiquero. Vivir la gran vida”» (270).
            Nadia Villafuerte (Chiapas, 1978) se apunta a «Huir en ferry», invitándonos a esta agudeza narrativa: «Es muy fácil poner cosas en la mente y después olvidarnos de lo que cavamos ahí» (286).
            Al leer esta muestra, Palabras mayores, una es la escritora que nos atrae, nos impacta y nos lleva a buscarla en otros catálogos: Brenda Lozano. Me parece la que más propone en esta colección. Hace unos meses, en la FIL del Palacio de Minería, presentó el nuevo libro de la maestra: Margo Glantz.

  
            Entre los aspectos formales y temáticos −que siguen (cor)rompiendo la pacífica tradición y desacralizando, por fin, el lenguaje− destacan las siniestras enumeraciones (de Nicolás Cabral, Eduardo Montagner Anguiano o Ximena Sánchez Echenique, por ejemplo) a lo Alberto Chimal; así como lo fantástico (pensamoe entonces en Laia Jufresa, Antonio Ortuño o Antonio Ramos Revillas), rozando lo inusual de Cecilia Eudave.
            Al ver el índice, tenía ganas de leer «Hormigas» (cfr. 227-232), de Pergentino José Ruiz, pues me parece un insecto más que habitual en la literatura mexicana (especialmente en poesía). Sin embargo, no llegué a conectar con el relato. Por suerte, es fiel a la brevedad de los textos que aquí se asamblean.
            Otra de las conclusiones positivas de este trabajo es que descentraliza la creación, es decir, si hace veinte o treinta años el DF acaparaba el arte (entre otras disciplinas), la variedad geográfica (aunque todavía muy ligada a Ciudad de México: nueve de los veinte son capitalinos) enriquece la variedad literaria. Además de otras ciudades mexicanas, empieza a ser común escribir desde EE.UU., como le ocurre a la prologuista de Palabras mayores.
            Este libro se puede encontrar prácticamente en cualquier librería o a través de Internet. Como viene siendo habitual, por la compra del ejemplar en papel te regalan la versión digital.
            Por último, recogemos los fragmentos citados en un texto (¿homogéneo?):

¿Cómo hacer de una prótesis –que quizá seamos nosotros mismos− la posibilidad para fornicar amorosamente? Luego la mujer removió la piedra. El resucitado dormía. María buscó a su tortuga y la destruyó en mil pedazos; extrae una bola de alimento, la engulle de un solo bocado, masca, vocifera algo incomprensible, traga, luego regresa a su asiento, mira, agradecido, al sargento, se sienta y, en un momento de entusiasmo, desaloja un sonoro pedo: la renuncia es voluntaria, el consenso es la menos común de las opciones, y el abandono es más bien una imposición.
               Hace un par de años me inscribí en una alberca. Como era mucho más caro utilizarla muy temprano o por la tarde, durante meses me levantaba a las 10:45 y a las 11 ya estaba a tres cuadras de casa cubriéndome la cabeza con la gorra plástica, los ojos con los gogles y dejando que, tras un salto, grandes cantidades de cloro terminaran de despertarme, ¡splash!
               −Córrale, pinche Tomás. Yo les echo aguas, hijodelachingada.
               Avanza hasta la cubeta, la desliza con la precisión de un viejo que mueve una pieza de ajedrez, toma la rama y regresa a la piedra. La segunda parte de la noticia era que el novio de mamá era ciego y sufí. Se había quedado ciego y se había convertido al sufismo, en ese orden.
               Regresé a donde estaba mi madre y me hice ovillo sobre sus piernas.
               −Yo no sé si me acostumbre –Merolico deteniéndose de golpe y escupiendo, sobre el suelo, el jugo amargo que revuelve sus entrañas y que sube por su esófago hasta dar con la minúscula iglesia que es su boca de adivino.
               Descubrió entonces Arnold un moco asomando impune en la fosa nasal derecha del personaje llamado Jorge.
               9.3.4. Es decir: El Invasor Placentero.
               ¿Qué pasa si uno falla? Por fortuna, en esas instancias yo sabía que no representaba mucho más que una especie de consolador animado, así que cerraba los ojos y disfrutaba hasta donde me era posible de la puesta en escena de Abigaíl cogiendo consigo misma a través de mí.
               Esas semanas que espié a mi padre fueron las mejores de mi infancia.
               −Ngont nta la [no llores] –le digo.
               El suicidio debería ser el único crimen posible; la eutanasia, la única complicidad. Le debo la bromita a Facebook, ese sistema de hipnosis en el que Remedios, mamá, pasó los últimos años de su vida ocupada en comentar con exigua sintaxis cientos, quizá miles, de fotos de gatos con expresión lastimera. La fresca tarde de abril en que la abuela murió, después de tres días de agonía, nos dimos cuenta de que un arcoíris atravesaba el cielo […] «Eres un pinche luser. Es nuestra oportunidad de salir de este chiquero. Vivir la gran vida».
               Es muy fácil poner cosas en la mente y después olvidarnos de lo que cavamos ahí.

Pido disculpas por este experimento. Podríamos pensar que esta historia, esta comedia erótico-festiva (de esas que están tan de moda ahora), este collage… tiene sentido, que las piedras se repiten en nuestro camino, que nadamos sin agua, que Merolico, Arnold, Jorge y Abigaíl forman una familia…, pero eso son palabras mayores.

En relación con el tema se celebrará en la UIMP el curso de verano «A 20 años de McOndo y el Crack: continuidades y rupturas en la narrativa hispanoamericana». 

No hay comentarios:

Publicar un comentario