“Tsssssss”. “Tsssssss”:
un cosquilleo, a priori agradable, precedió el zumbido sobre mi oreja izquierda.
Me incorporé en la cama y encendí la luz. No veía nada, pero estaba seguro de
que había un mosquito cerca de mí. Además, me picaba la mano, la izquierda;
cerca del pulgar tenía un círculo recién enrojecido. Me levanté, algo aturdido,
y fui al baño con la esperanza de que a la vuelta este molesto insecto se
hubiera ido. Para facilitar su salida abrí la puerta de par en par (nunca
entendí esta expresión, vivo solo).
Ya en el baño, encendí
el móvil mientras sentado en la taza pronosticaba la hora que sería, tomando
como única referencia los gemidos de la vecina. Me equivoqué en tres horas.
Eran las 4. Eché un vistazo a Twitter mientras me rascaba el picotazo y vi que
el grupo alicantino “Alademoska” preparaba un concierto para los días próximos. “Tiene guasa la cosa”, pensé a
la vez que volvía a la cama, siempre atento (dentro de lo atento que se puede
estar en esas condiciones) a cualquier movimiento que delatara a esa pequeña
bestia. Lentamente, como tratando de no alertar al sangriento bicho, me tapé
hasta el cuello, descuidando solo la cabeza, cubierta en su mayor parte por
pelo. Había que medir todos los movimientos. El éxito de aquella noche dependía
de la táctica que ambos, para sendos, prepararan. Era una guerra fría; aunque
ya llevábamos unas horas de mayo y el calor que comencé a sentir entre tanta
tensa parafernalia me hizo levantarme de nuevo, sentarme junto a la almohada y
esperar a la víctima con una revista enrollada, cuyo subtítulo parece que
decía: “La guerra a la que yo quería ir”. No veía bien. Los ojos legañosos me
guiaron hasta las gafas. Es curiosa la segregación de esta viscosidad que
aumenta conforme menos descansas. Ya más espabilado, esperaba sin cesar ni
César a ese volátil díptero nematócero. Empecé a recordar, no sé por qué, aquel
equipo de la infancia con el que nos apuntábamos (porque raramente jugábamos) a
los torneos de fútbol sala (en un tiempo futbito): Muchomosquito. Fue entonces
cuando caí en la cuenta, sin moverme de aquel improvisado asiento, de lo que
dificultaba el gotelé la búsqueda del pequeño zancudo.
Aunque revisé varias
veces el móvil, quizá con la esperanza de que alguien en mi situación mandara
algún Wathsapp, no sabía cuánto tiempo llevaba ahí, como un pasmarote. Solo había
escuchado una vez al mosquito, seguramente todavía en sueños; pero el relieve
creciente de mi siniestra (como los bultos de las paredes que camuflaban su
presencia) era la prueba palpable de su existencia. Desistí. Quizá ya se
hubiera marchado y yo seguía como un bobo al acecho. Apagué la luz, esta vez ya
sin reparos, sin ocultar el cabreo al causante de mi insomnio. Traté de dormir
mientras el zumbido, por el momento, no se producía. Lo esperaba. Estaba seguro
de que volvería. Pero me dormí.
Móvil del crimen |
Cuando soñaba en un
concierto donde los músicos tocaban con caretas de mosca, lo volví a sentir.
Salvo la vista, no sé cuál fue el primer sentido que me alertó del regreso. Me
incorporé, sobresaltado, dando luz a la reobservada habitación, sintiendo como
palpitaba, inyectado en vena, el picotazo que establecía una misteriosa
relación con la mancha oscura que se dibujaba en la cortina naranja. ¿Sería él?
Había dado con lo que parecía un mosquito, pero no llevaba las gafas. Contuve
la respiración y me las puse cuidadosamente. No podía espantarlo.
Inconscientemente había mecanizado el movimiento que daría fin a aquella
intromisión nocturna. Me dispuse a agarrar con suavidad pero con esperanza la
revista que todavía formaba un canuto y aplaudí entre la tela, ya
ensangrentada. Lo engañé. Y me engañé. Retire la mano izquierda, la que le
había dado la vida y la muerte. Froté un poco la parte de mí, espero, que
siempre recordaría esa noche y me decidí a donar sangre la próxima vez que los
servicios médicos organizaran uno de esos maratones.
“Tsssssss”. “Tsssssss”.
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